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El verbo dimitir cuya definición se relaciona con la renuncia a un cargo, puesto o posición, es tradicionalmente intransitivo y va acompañado de un complemento que explica “de qué” se dimite. Sin embargo antiguamente llegó a tener un uso transitivo con un complemento directo asociado: dimitir a alguien de algo… Hoy para eso se utiliza “destituir”, aunque visto lo visto estoy por recoger firmas y que la RAE estudie revisar esa condición verbal para que a algunos “los dimitan” de una vez.

Lo realmente preocupante es que ese aferrarse a un cargo denota causas y consecuencias de una profunda gravedad que requieren reflexión: si uno no se va del puesto del que debe irse, es recomendable que se vaya y hasta objetiva y/o subjetivamente bueno que lo haga, es porque carece de valor o sentido, o tiene mucho menos,  allí de donde viene o donde puede ir. Y claro si un puesto se convierte en un fin se desvirtúa y tiende a “cero” porque esa posición exige responsabilidad, compromiso y servicio, y al último al que debe servir es a uno mismo más allá de la realización personal de lo que uno pueda ofrecer que se consume a medida que generosamente se entrega.

Así al contemplar el espectáculo de dimisionarios potenciales que no dimitidos, cabe aludir a esa pobre cultura de la responsabilidad y del servicio, y también a una distorsión aberrante de la consideración del fracaso, esto es, sucede que esa perpetuación obedece a la obsesión por evitar que se asocie a un desempeño erróneo o ineficaz. De modo que se huye de la dimisión o se intenta salvar vistiendo el cambio con nuevos nombramientos y colocaciones. De suerte que convertimos los puestos de representación, decisión y/o liderazgo en un continuo outsourcing de cretinos, irresponsables, o presos del “qué dirán”.

Dimitir en muchas ocasiones es una exigencia moral, pero puede llegar a ser una demostración inigualable de compromiso y responsabilidad, de sentido del deber, porque dejar paso a otros se torna la más loable forma de servir sin servirnos. Cuando uno necesita un cargo para algo que no sea ejercerlo, deviene la perversión y el riesgo, y el síntoma más claro de ello se aprecia cuando arrecian los reproches justificados y argumentados, y el “sentadillo” no mueve un músculo o si lo hace es para ignorar o negar hasta lo innegable. Y entonces uno vuelve a pensar que allí de donde viene o donde puede ir resulta menos “interesante” que donde está, y lo que era un medio termina por convertirse en un fin…para quien lo ocupa y quien lo sufre.

Dimitir no es necesariamente admitir un mal hecho, aunque puede serlo; pero no dimitir habiendo hecho mal, es hacerlo tremendamente peor, acreditando una altura de miras lamentable y dañando el puesto con proyección en el espacio y el tiempo. Una dimisión puede ser un pilar de credibilidad y un motivo de respeto, un signo de honestidad… cambiar de cargo, o sujetar el mismo contra viento y marea, es símbolo alarmante de que importa el sujeto por encima del objeto y el objetivo, y se entra en un proceso de confusión por fusión entre la “silla” y el “sentadillo”. Todo ello viene a justificar y explicar esa respuesta o aspiración tan tradicional en nuestra sociedad: lo que quiero es un puestecito…

La dimisión no implica exoneración de atropellos, pero no dimitir debiendo y pudiendo hacerlo termina por convertirse en el atropello más peligroso. Los dimisionarios, esa especie en extinción o rara avis, deberían dignificar su condición con explicaciones más honestas y menos cobardes donde se prima proteger el puesto de otro, o cambiar el propio a costa de “no molestar”. Y el colmo lo descubrimos cuando la sombra de la dimisión se alarga sobre alguien y la reacción es proponer un código ético o deontológico, que normalmente está pensado para la moral de los demás para salvarse él mismo, porque el sillón no se negocia…que es suyo… Ese anuncio es el sonido de sirena para salir corriendo, porque cuando uno pide que se regule la honestidad y que se controle por escrito la moralidad es que tal vez no está seguro de su propia decencia o de sus “cómplices”.

Lo mismo que los nombramos o los elegimos (o eso nos dicen) deberíamos poder “dimitirlos” en cuanto se constata el demérito, el descrédito, la desgana, o en cuanto otro muestra mejores condiciones para que el cargo siga desarrollando la carga de servirnos a todos, sin que el servidor sea el servido.

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