En unos de estos programas tan de moda sobre competiciones de cocina y las habilidades de aficionados o profesionales al respecto; escuché a una de sus protagonistas algo así como que cocinar era una forma de demostrar amor a aquellos que quieres y te importan. Y la verdad es que hago mía esta idea, y la suscribo plenamente, siendo uno de los motivos principales por los que me encanta cocinar, particularmente en ocasiones especiales.

Esta afición genera muchos matices e implica entrenar, descubrir y probar muchas destrezas de gran utilidad, convirtiéndose en un entorno y objeto muy útil y recomendable para todos y para cualquiera: familia, amigos, equipos de trabajo, dinámicas formativas… Para mí, mero aficionado y aprendiz, parte de identificar la cocina y cocinar con un contexto muy familiar, de cierta intimidad, un ámbito para relajarse, para perder el tiempo y encontrarlo al mismo tiempo. Esto es, cocina está vinculado a hogar y un mundo propio, muy personal, un espacio diseñado por uno mismo para un fin concreto. Además, cuando uno se aventura a cocinar desarrolla destrezas interesantes: concentración, perfeccionismo, orden, creatividad, paciencia, coordinación, gestión del tiempo… también, en un determinado nivel, conlleva cierto estudio, análisis, conocimiento de ingredientes, valoración de alimentos, posibilidad de mezclas y combinaciones… Confieso, que yo soy más de cocina tradicional, de seleccionar materia prima y aplicar condimentos y procesos de los “de toda la vida”. También porque es más directo y sencillo. La innovación requiere más conocimiento y tiempo.

No obstante, más allá de estas potencialidades y de este valor como entrenamiento de destrezas y capacidades, lo estimulante de cocinar y uno de sus atractivos es que tiene un destino colectivo, es para otros y por otros, aun cuando en el itinerario satisfacemos inquietudes personales. De hecho, reconociendo la justificación y agradables sensaciones que puede propiciar cocinarse a uno mismo, para mí sólo tiene sentido si es para otros, para mis seres queridos: amigos, familia, compañeros… Por esto, lo relaciono y enlazo con su prestación de expresión de afecto, su proyección como muestra de generosidad, como oportunidad de regalar un poco de uno, un esfuerzo privado y exclusivo de una virtud más o menos notoria.

Cuando las palabras no son suficientes, o no se tienen suficientes palabras; cuando no se encuentran los momentos necesarios para determinadas palabras; o cuando hay palabras cuyo momento sería siempre; cuando estamos ante personas a las que nos cuestan los momentos y determinadas palabras… el hecho de cocinar pasa a ser un modo extraordinario de comunicarse, de decir y de transmitir sentimientos importantes, de mostrarse y darse.

Seguramente es común denominador de la mayoría que aquellas personas que más nos han querido y nos quieren, a las que más quisimos y queremos, son también las que alguna vez o muchas, cocinaron algo para nosotros, vinculamos algún plato o receta a algún manjar compartido en la mesa. A mi me ilusiona poder cocinar para mi familia, para mis padres, cuando mi abuela probaba mis platos, o cuando mis amigos y familiares vienen a casa y preparamos algo especial. Nuestros hogares nos evocan olores especiales, y situaciones entrañables que tienen que ver con los fogones, con la mesa y el mantel… Y el amor es ese ingrediente secreto al que todo el mundo apela como indispensable.

Que cocinen para nosotros, no es algo más, nunca deberíamos considerarlo rutina, siempre es un gesto, siempre conlleva cariño… Y más allá, es decir te quiero y me importas, esto es por ti y para ti, a través de un puñado de sal, de un horneado, de una cocción, de un aliño… porque ese tiempo entre cacerolas y sartenes, cazuelas y peroles, es un tiempo mío para ti y por ti. Cocinar es amar, y hay que amar para cocinar, y cocinando para otros uno pone a “hervir” sus propios sentimientos.