Se escribe y se ha escrito mucho sobre el fenómeno del “running”, y desde luego proliferan corredores por doquier en lo que parece convertirse en una sana tendencia que se va consolidando. Pero no pretendo reflexionar sobre el fenómeno aunque aprovecho para reivindicar las ventajas de correr como hábito beneficioso por su simplicidad, naturalidad y saludables efectos. Mi intención es compartir una de esas ocurrencias que las endorfinas me han generado precisamente cuando hacía este ejercicio, o lo intentaba, y que también he observado en otros. Al comenzar, las primeras veces, duras y claves de esta actividad física, la máxima aspiración pasaba por intentar aguantar corriendo el mayor tiempo posible, el ritmo, la distancia, eran elementos no prioritarios. Cuando uno empieza simplemente a correr por ese impulso de cambiar de rumbo su situación física, esas primeras carreras para mí tenían como objetivo sostenerse en movimiento más minutos. Superadas esas dos primeras semanas con días alternos de aplicación atlética, con sus consiguientes agujetas y sufrimientos, y no pocas tentaciones de desistir, ya empecé a prestar atención a la distancia que era capaz de recorrer. Esos kilómetros pasaron a ser el aspecto capital, el que uno principalmente contaba y consideraba. Después viene la siguiente fase, y me atrevía a relacionar distancia y tiempo poco a poco, el ritmo sigue sin ser una obsesión y lo principal es aguantar minutos, pero ya va “picando” llegar más lejos. Así iba evolucionando hasta vincular estrechamente ambos parámetros, llegando a determinar retos concretos de recorrer una distancia específica en un determinado tiempo. En este punto uno se siente en el pelotón de los corredores habituales, de los conocidos como “runners”, aunque aún alejado de aquellos en que conozcamos sus entrenamientos diarios, y sus desafíos cotidianos, a modo casi de movimiento social.

Mi disquisición finalmente me llevaba a trasladar esa dinámica evolutiva a otros aspectos de la vida, a grandes retos, y en particular a la empresa y me resultaba fácil identificar las fases: esa inicial y aventurera llena de incertidumbres y donde, por mucho plan y estudio que uno haga, hasta que no se pone a “correr” no se adquiere conciencia cierta de a qué nos enfrentamos y cuanto nos exige. De tal forma que al cerrar cada jornada uno llega a poco más que a plantearse la siguiente, a tratar de que el tiempo juegue a su favor y sea su propio compañero, porque en su transcurso irá solventando cuestiones previstas e imprevistas. Es una etapa que necesita de la resolución firme inicial de “querer” hacerlo, esa convicción ilusionada y resuelta que debe enfrentar un periodo de notable esfuerzo por la falta de experiencia, de “entrenamientos”, porque es un nuevo camino. El siguiente estadío, tras ese lapsus de aguante estoico y contundente ante las andanadas de dudas, dificultades y contingencias; es marcarse objetivos mucho más realistas, consecuentes y fundados, amparados en una base empírica que permite calibrar con más profundidad el qué y el cómo, el hasta dónde y por cuánto. En este periodo queremos llegar a hitos concretos, identificamos esos recorridos, los planificamos, nos empleamos en ello, no medimos tanto el tiempo (que nunca deja de importar del todo) sino llegar allí donde nos hemos establecido. Y por último, ya conciertas destrezas, habilidades y un bagaje aceptable empezamos a atrevernos a relacionar tiempo y objetivo, a aventurarnos a retos más exigentes, “recorridos con pendientes y “orografía” sinuosa y compleja, nos lanzamos a grandes distancias, dispuestos a completarlas en plazos prefijados…

 Tiempo, distancia, tiempo para una distancia… La capacidad de llegar y conseguir un objetivo importante, tiene que ver con el tiempo de experiencia acumulado, al que después sumamos la distancia y los hitos y metas superadas en ese tiempo, para acabar por asumir y desarrollar nuestra voluntad de alcanzar un lugar en un periodo preciso. Si nos ocupamos de la distancia y miramos demasiado lejos o demasiado cerca, antes de tiempo y de que el tiempo nos haya “entrenado”, corremos más riesgo de que el tiempo y la distancia nos devoren; y si sólo ponderamos el tiempo como basamento, sin horizonte que estimule y acoja nuestro empeño, seremos un barco a la deriva o sin deriva.

Combinar tiempo y distancia con conocimiento y sentido, tras haberse probado en el tiempo y en ciertas distancias, nos permitirá recorrer “kilómetros” llenos de contenido… Sin descuidar y olvidar que, al menos para mí, cada paso y cada carrera, cada etapa, es un destino y un horizonte apasionante en sí mismo. Y por supuesto, recomiendo correr, aunque sea por aprender y pensar… Correr que no es lo mismo que ir corriendo o con prisas…