Supongo que influye la lluvia que irrumpe casi por sorpresa para incomodar este aperitivo de verano intenso que vivíamos, y este gris plomizo que recuerda lo imprevisible de la primavera… sea como fuere, hoy comparto un pensamiento de esos acomodados en rincones del alma protegidos por muchas llaves imaginarias y laberintos de recuerdos.

Aquellos seres queridos que se marchan, que se nos van por el inexorable paso del tiempo, y por dar cumplimiento a esa maldita ley de vida (que ni es ley, ni es consuelo, ni tiene nada que ver con la vida); son mucho más que una pérdida, que un duelo de lágrimas y dolor de despedida. Lloramos la muerte en el momento, sentimos el trauma de ese adiós a esta vida compartida y conocida; envueltos en esperanza y recuerdos o aliviados con fe. Pero el sufrimiento venidero, el llanto diferido, nos atenaza cuando tomamos conciencia de que se nos fue un pedazo de nosotros y se llevó un trozo de uno mismo, siendo ahora su ausencia parte nueva del contenido de nuestra existencia.

No hace mucho, o quizás sí, porque el tiempo es muy relativo y más al relacionarlo con la pena y almacenarlo en la memoria; cerré un ciclo de mi vida: la vida con mis abuelos. Se despidió poco a poco, lentamente, la última de mis guardianes, de mis hadas no aladas… Y fue, o es, mucho más que un adiós, sin poder ser una despedida. Con la perspectiva más serena, aún con añoranza y nostalgia, con tristeza contenida, lo que ahora sé que me falta se asemeja más a aquellas puertas blindadas de mi existencia, los bastiones que procuraban mi seguridad del limbo y del infinito, y me situaban en el tiempo y el espacio con distancia de los acontecimientos más inquietantes, en el contexto de vivir y disfrutar, como cargando con el peso de mis culpas que habrían de venir o acumularse con los años, los errores, las experiencias… Incluso más, su marcha, de un modo trivial, hace correr el puesto en la fila natural de la longevidad…

Nuestros hijos son la tierra que pisamos, la que cuidamos y cultivamos, son nuestra base; nuestros padres son el techo y el tejado de esa casa existencial con ventanas de días, luces de meses, muebles de vivencias, olores de hechos, pintura de risas y llantos… los abuelos son esas puertas que blindan la entrada al frío, al miedo, a lo desconocido… Perder a un hijo es perder el paso y la tierra, el suelo que pisar, la misión de cada día, el sentido. Perder, en esta vida, a los padres, es sentirse sin refugio, sin protección, expuesto a la lluvia y el viento, un hogar en desvanecimiento, desguarnecido… Por ello al perder a mis abuelos, he perdido puertas, pero mis padres perdieron el mayor cobijo, quedaron expeditos al cielo, con suelo, sin puertas y sin tejado.

Corrió la fila, porque la “cola” se mueve. Nadie quiere colarse, y si alguno se salta el puesto sin pretenderlo, los de delante sienten y sufren doblemente y tienen la tentación de anticipar el momento. La fila tiene sentido, el de en medio está resguardado por el de atrás y el de delante, incluso puede que haya otros que vayan primero… Pero al final, el turno pasa y llega… por eso se hace confortable la existencia cuando uno ve al de delante y al de atrás, conoce su sitio.. lo difícil es estar el primero, y mirar atrás o al fondo, porque es el único punto donde hay gente. Ese “bocadillo” que te guarda y guarece, es una suerte de almohadones con vida propia, que hacen el camino más seguro y centra los pensamientos en la vida y ahuyentan los augurios de otras vidas, porque suavizan las caídas, propician el descanso, son apoyo y reposo seguro, consuelo aun en silencio, ternura, generosidad…

Mis abuelos en sus últimos días, como muchos ancianos, se cuestionaban e interrogaban sobre el sentido de su vida a esas alturas, con esas limitaciones, con su decrepitud creciente, recordando y añorando aquello que no podían volver a ser… Siempre tuve clara la respuesta, hoy más… La partida y la vida de quienes amamos y nos aman, sólo se explica y asume, aferrados al “hasta luego” que trae la fe, y en el “analgésico” de la esperanza de que van abriendo el camino y manteniendo la fila en otro mañana, en otra vida, en otro sendero… porque el vínculo que se crea no muere, y si no muere es porque tiene otros horizontes donde convivir.

La vida sin la muerte no sería la misma vida, y la muerte sin la vida, no sería muerte… Pasa por ser la vida la gestión apasionada de un cúmulo de latidos, que culminan en el último pálpito, que es el primero de otro camino. Apreciamos el calor de esas “puertas” de carne y hueso, disfrutemos nuestro lugar en la fila, que nos prepara siempre para ocupar otros puestos…