Hay semanas o momentos en los que uno se enfrenta a situaciones que percibe como límites, encrucijadas o críticas. No necesariamente se buscan, sino que basta estar en el sitio donde surgen o se encuentran, y no rehuirlas, ni esconderse. El caso es que en esas circunstancias se suscita una tendencia a la autocompasión, la tensión, la preocupación, que cercenan la perspectiva y convierten tu vida en un epicentro de connotaciones ciertamente drásticas, salpicadas de oscuridad y sombras, de melancolía, pesimismo y densidad emocional, que concluyen en un “no sé si esto merece la pena”; o el recurrente “quien me mandaría a mí…”; incluso en formato pregunta retórica de “¿qué he hecho yo para merecer esto?; o el dramático”todo me sale mal…” o “¡qué mal y podrido está todo¡, también en su versión “escatológica y natural” de “¡vaya mierda…¡”. Pero sobre todo son lapsus temporales en las que uno se deja absorber por esas inclinaciones anímicas y donde el cuestionamiento sobre qué es lo importante golpea o alivia, según la capacidad y el instinto de autoprotección. En definitiva, son esos contextos donde una tela de araña de sensaciones negras nubla o bloquea cualquier horizonte.

El caso, es que recientemente mientras soportaba esa travesía oscura, empezaron a asaltarme paralelamente whatsapp de mi padre con una ilusión y objetivo suyo muy material, muy sencillo: una chimenea nueva para el salón de la casa de campo. Al principio, cuando enviaba fotos diversas de varios modelos posibles, que saltaban en mi móvil antes, durante o después de tensas reuniones, conversaciones… No podía evitar algo de fastidio por la banalidad del asunto en relación, a la presunta “magnitud” y “trascendencia” de lo que me ocupaba. La perseverancia en el contenido y forma de comunicación, después dejo paso dentro de mi vorágine a que la chimenea se convirtiera en el punto amable de mi semana, en mi escape, mi esperanza… Y comenzó a entretenerme si acaso unos segundos paliando mi tensión, al trasladarme al encanto de es potencial refugio, que podía parecerme tan lejano y que realmente estaba muy cerca (a unos días, a unos kilómetros…). Y la secuencia del proceso: nueva chimenea; acabó por atraerme, a fuerza de whatsapp, interacción, participación de toda la familia con sus opiniones y valoraciones, a modo de alienación, de entrañable recurso, como modo de desconectar de todo lo demás… Mi padre no cejó en su empeño de enviarnos opciones de chimeneas, más grandes, más pequeñas, con una puerta o con dos, después pasamos a la ubicación más adecuada en el espacio previsto, los materiales para recubrirla y decorarla, solicitaba y provocaba nuestra visión y parecer… Lo que al principio me pareció trivial, inoportuno y hasta irrespetuoso o inconsciente de mis “pesares” y alejado de “mis responsabilidades”, terminó por convertirse en un hilo de comunicación lleno de naturalidad, en un desahogo, en un soplo de tranquilidad, un ventanuco de perspectiva, un guiño de descanso…

Ahora, reposando la zozobrante experiencia, con un poco más de distancia; afirmo con rotundidad que lo más importante de esos días fue la gestión de la nueva chimenea del campo; que con el transcurso del tiempo lo que más perdurará, más experiencias y vivencias acogerá, mayor número de recuerdos repartirá: será la chimenea… Todo lo demás habrá quedado atrás y será un bagaje acumulado cuyo verdadero sentido y dimensión se apreciará más claro al calor de la chimenea de mi padre, en una mecedora cerca del fuego y en compañía de aquellos que ya saben que lo importante, al final, es poder acudir al descanso y al cobijo de la lumbre reconfortante. La importancia de la chimenea, es la verdad del fuego y el valor de la compañía, porque en las situaciones de la vida uno no siempre elige a los compañeros de viaje, pero alrededor de tu chimenea, mirando la leña que arde, se encuentra ese espacio auténtico que sólo es accesible para quien mira el fuego como uno mismo. Siempre quedará ya …la chimenea.