Soy padre de familia numerosa, aunque de esas que hace años no estaría en ningún top, ni tendría especial relevancia, y hoy algunos la califican de atrevimiento, y hasta los hay que utilizan el calificativo irresponsabilidad, o nos miran como si estuviéramos locos o directamente nos preguntan si lo estamos… Simplificando, soy padre de cuatro hijos, y ciertamente o curiosamente cuando salimos juntos no pasamos desapercibidos, y mira que a mi me gusta la discreción, pero en este caso el orgullo y la satisfacción me pueden… Mis hijos tienen entre 8 meses y 9 años, y conseguir ese paseo familiar viene precedido y acompañdao de un esfuerzo que, una vez con la tropa uniformada, pudiera pasar desapercibido, pero la odisea no por sistematizada y repetida deja de tener su mérito y su puntito de desafío continuo. Pues bien, todo esto para situar que cuatro veces he acompañado el proceso de bebé a niño o niña de mis hijos, y aún estoy en ello con la más pequeña. Y cada vez que lo hago refuerzo el sentido de mi propia paternidad, el valor de ser padre, y recuerdo cada día el propio valor de la vida. Cuando van creciendo, cuando ya son niños o niñas, son vida, pero en ese recorrido desde su nacimiento hasta adquirir cierta autonomía, se aprecia el crecimiento mismo de la vida, como ella se abre paso con ellos y en ellos. Al principio ellos son de la vida, y con el paso de los meses, la vida empieza a ser de ellos; y en todo ese tiempo y para siempre, mi vida ya es su vida, esté donde esté y haga lo que haga. Y todo eso me hace entender mucho mejor a la vida en sí misma. Ese trayecto desde el primer y esperado llanto (tan peliculero y tan cierto que mientras el recién nacido no llora los padres no respiran igual), hasta que las propias destrezas de la criatura le permiten alguna suficiencia vital; está jalonado de ternura infinita, de cariño, de paz en su mirada, de simplicidad, de ocupaciones y preocupaciones, de desvelos, de satisfacciones… Pero sobre todo, ese desarrollo es la demostración irrefutable de la sencillez de la vida en su máxima expresión y de lo accesible que llega a ser la felicidad si no la escondemos o complicamos detrás de torticeras expectativas y necesidades inventadas. Cuando llego a casa cada día, cuando me levanto cada noche porque apenas oigo un balbuceo, cuando se baña, cuando come, cuando está dormida y se despierta, o está despierta y poco a poco va cerrando los ojos mientras le susurro una canción o una melodía inventada para ella… aprendo, aprendo lo que no debería olvidar: a sonreír por cualquier cosa y a llorar sólo por lo que es esencial. Eso me enseñan y me han enseñado mis bebés de forma incesante. Merece la pena sonreír cuando te besan y te abrazan, cuando se dirigen a ti de modo cariñoso y tierno, cuando el otro espera tu risa para alimentar su propia alegría; cuando alguien te toma con cuidado para jugar contigo, te acaricia, se ocupa de tu limpieza, de que estés bien… Merece la pena descansar en los brazos que esperan tu descanso, o dormir sintiendo que velan tu sueño y que eres el sueño de quien te vela… Y es necesario llorar y hasta chillar cuando te falta lo indispensable, cuando se tiene hambre de mil formas, cuando nos sentimos sucios por mil porquerías que nos ponen mostosa el alma, o cuando el dolor incomprensible nos atenaza y debilita, cuando no encontramos el consuelo, cuando perdemos los besos que esperamos, o sentimos una ausencia inesperada, o por una despedida no consentida; cuando nos falta nuestra melodía favorita o nos sentimos solos. Es así de fácil, es así de difícil, pero es así de maravilloso. A veces caigo en la tentación de pensar que vivimos al revés, esto es, que cuando más sabemos de la vida a costa de años viviendo y aprendiendo a vivir estamos anocheciendo en nuestra propia existencia; o acaso es al atardecer de nuestro tiempo cuando distinguimos con más claridad lo importante. Entonces también envidio y maldigo al puñetero Benjamin Button… Pero cuando he tenido a mis bebés en brazos se desmontan estos pensamientos o inquietudes y llego a la conclusión de que nacemos enseñados, de que partimos del mismo lugar al que hemos de ir, que salimos de la sonrisa y la sencillez de la felicidad, de modestas necesidades, que nacemos anhelando y apreciando el valor del amor, de sentirnos queridos, que venimos a este mundo reconociendo el encanto de un abrazo, de una caricia y de un mimo; y que cuando estamos próximos a despedirnos de él, con arrugas que dibujan el mapa de nuestro tiempo, respiramos y nos mantenemos con eso mismo. Así que al final me empeño en que la clave está en lo que hacemos en medio, en cómo empleamos esa amplia franja temporal, y que sin excepción el viaje nos devuelve a ese puerto de piel, alma y besos del que un día salimos inconscientes y al que regresamos llenos de desesperada conciencia. Y mientras más largo es el viaje más claro tenemos el destino, que no es otro que el mismo puerto del que un día partimos. Y en todo ello se presenta claro que el quid está en el medio, sí, en esa tendencia a complicar los motivos de la risa y ese esfuerzo en ahuyentar el llanto en todo momento, porque ni somos niños, ni somos viejos, y es esa mezcla la que nos hace personas para cualquier tiempo. Nos hace un equipaje a base de memoria, de recuerdos, de escucha de lo que otros viven o han vivido. Abrazo y cuneo a mi bebé y a los dos nos importa un bledo el tiempo, yo porque sé que ese es mi momento, y ella porque no necesita ni espera más para verter su sonrisa. Y he aquí otra clave, la necesidad, es el algoritmo que vamos llenando de variables hasta convertir nuestra vida en un prototipo imperfecto, inestable y expuesto a impactos de lo superfluo… Mi bebé me enseña en silencio o con un balbuceo que la palabra más valiosa es quererse sin complejos, sonreír al más leve motivo, y llorar si el amor está en peligro… el resto… el resto ya lo estropeará el tiempo… si se lo consentimos. Al final soy padre de familia numerosa porque soy muy torpe, porque me encanta esta lección, o porque deseo repasarla muchas veces… Sonreír por cualquier cosa y llorar sólo por lo más importante.