La ley de Sociedades Profesionales saltó a escena como azote de los abusos y la supuesta desregulación en las calificadas profesiones liberales cuyo ejercicio exige colegiación, se exhibía como bandera en la lucha contra la atomización profesional, y el intrusismo, presentándose como adalid de la lucha contra el descontrol en el desarrollo de determinadas profesiones. Sin duda el paradigma del objetivo de esta norma es el ámbito de la abogacía y los servicios jurídicos. Y sin desglosar, por conocidos, sus contenidos y exigencias atinentes a contabilidad, constitución, definición, organización, fiscalidad – tributación, responsabilidad… Sí puede certificarse la presentación de un articulado que se ha hecho desde las alturas y mirando hacia abajo, porque de todas las exigencias resultantes de la LSP una o ninguna afecta o puede afectar a una gran firma jurídica, ni a ningún despacho unipersonal…

Efectivamente, la LSP supone un tiro en la nuca contra las colaboraciones profesionales entre letrados, esto es, contra la interacción libre de especialistas como forma  de aquilatar y enriquecer el servicio a los clientes, optimizando costes y permitiendo ser competitivos y añadir valores a la firma mediana. Del mismo modo la LSP también constriñe, limita y dilapida las comunidades de gastos y de servicios, es decir, aquellos letrados que comparten costes e inversión además de complementarse o no profesionalmente pero sin llegar a constituir una unidad de servicios… Y uno no puede menos que con estas consecuencias cuestionarse el verdadero sentido de la Ley, su auténtica finalidad, y tampoco puede menos que interpelar a los ideólogos y redactores de la misma a que acrediten sus intenciones…

Porque si algo puede afirmarse es que la “clase media”, el número de despachos o firmas medianas, entendiendo como tales todas aquellas que no tienen la consideración de monstruos jurídicos y que exceden de un despacho unipersonal con un letrado y una secretaria; son las estructuras más numerosas en el compendio de abogados en ejercicio. Y ante esto nos encontramos una Ley que parece buscar la polarización de la empresa jurídica, o la gran firma con todos sus aditivos o el letrado individual… Así pues, el “mediano” o se hace grande a base de inversión, de medios… o se disuelve y disgrega… O tengo el oído afectado o suena a trabas a la competencia, a despejar el camino…

Ni mucho menos resultaría criticable una ley que conllevara exigencias de transparencia, de organización, que implicara estándares de calidad, que incentivara la competitividad, el cooperativismo y/o que atajara los abusos en el ejercicio de la abogacía… Sin embargo, las determinaciones de la Ley parecen realizadas con mira telescópica y precisión quirúrgica para circunscribirse al sector descrito. Y esto nos lleva otra vez a considerar que es una ley redactada desde lo alto de la pirámide, sin ni siquiera haberla mirado desde abajo, y sin la más mínima valoración de los estratos diversos del estamento de la abogacía. Y es que la clase media, también es muy importante en el mundo jurídico, tiene valores que aportar, por tanto no puede ser la mejor opción disolverla a base de exigir que se haga grande o que se deshaga en pedazos.

Pero la realidad supera a la norma, otra vez, y ahora en el intervalo de que aparezca el esperado y anunciado reglamento, de que la Administración decida o interprete y concrete sus líneas de actuación; de que el aparato fiscal engrase su maquinaria y perfile sus objetivos… de las ventanas hacia dentro continua clandestina y romántica la lucha de los “medianos” por sobrevivir sin tener que hacerse grandes, porque los grandes no caben en todos los agujeros; y sin tener que hacerse pequeños porque los pequeños no alcanzan a abrir muchas puertas…