La temporalidad y su perversa hija la velocidad son indiscutibles señas de identidad irremisiblemente arraigadas en nuestro tiempo. Lejos, casi soñados, quedan ya los letrados decimonónicos redactando demandas en sus fastuosas bibliotecas, dueños del silencio, y trasladados en coche de caballo a la Audiencia a defender sus tesis. La realidad hoy nos sitúa en un contexto de urgencias, de necesidad de respuestas, soluciones inminentes… el tiempo apremia a la vida, y por tanto interpela a la Justicia. La justicia que no llega a tiempo y en tiempo no es, no puede ser justicia en nuestros días… da igual el resultado final, el vencedor o el vencido, la demora en responder resta sentido y minimiza el valor de la administración de justicia. A esto indudablemente se une una desmesurada tendencia por judicializar la vida, todo cabe en un tribunal de justicia, cualquiera y casi de cualquier modo puede poner en marcha la maquinaria judicial, es la Justicia para el pueblo que está perjudicando al pueblo.

Es indudable que este panorama siempre ha sido una preocupación cierta de la Administración y del Legislador. Así, el camino está jalonado de intentos de afrontar normativamente el desacoplamiento entre el ritmo de la Justicia y las necesidades de la vida, destacando entre ellos algunos relativamente recientes: la Ley 29/1998 de 13 de Julio reguladora de la Jurisdicción Contencioso – Administrativa en su exposición de motivos mostraba una lógica sensibilidad con “el extraordinario incremento de la litigiosidad…” articulando previsiones para aliviar la sobrecarga como la regulación de competencias y mejorando el procedimiento de ejecución de sentencias; también la LOPJ en los arts. 292 y ss. ha tratado de posicionarse ante esta diatriba; y por supuesto es la Constitución la que enseñó el camino a seguir con el paradigmático art. 24.2 donde se implanta el concepto del “derecho a un proceso sin dilaciones indebidas”, e incluso llegando más lejos en el art. 106.2 al establecer un derecho a indemnización por toda lesión derivada del funcionamiento de los servicios públicos y en el art. 121 referido concretamente al error judicial y al funcionamiento anormal de la Administración de Justicia como motivos determinantes de una obligación indemnizatoria a cargo del Estado. Pero esta indiscutible predisposición reguladora se ha ido diluyendo y erosionando incesantemente por varias causas endógenas:

– La amalgama de conceptos jurídicos indeterminados que se suceden en explicación recíproca para provocar una espiral interpretativa convulsa que nos deja con un efecto tipo “matriuska” o “cubo de rubik sin resolver”. Esto es, “dilación indebida” se acompaña con “anormal funcionamiento de la administración”, “error judicial”, “retardo irregular” y basta ojear someramente la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal Constitucional para toparse con elementos definidores o determinantes de la calificación como: “complejidad del caso”, “volumen de asuntos ante el órgano judicial”, “conducta de los litigantes”, “conducta de los órganos judiciales”, “consecuencias perjudiciales del retardo”, alargamiento del proceso con respecto al “nivel medio admisible”.

– La eterna cuestión de quién controla al controlador, que entronca directamente con un guiño a la depauperada separación de poderes… Efectivamente el proceso de control de esa “temporalidad injusta” se atribuye competencialmente al Ministerio de Justicia, contemplando la intervención del Consejo General del Poder Judicial. Como diría cualquiera, esto es, yo mismo: “ellos y ellos”…

– Y la práctica judicial, el desempeño de la judicatura… porque puede el legislador afanarse, entregarse a fondo a la tarea de articular mecanismos protectores del sentido mismo de la Administración de Justicia, de su eficiencia, de su diligencia; que si al final el juzgador y su equipo, o más correcto, el equipo judicial y el juzgador, se empeñan en enredar las garantías procedimentales con la ineficacia, en devolver escritos inocuos, en disfrazar el paso del tiempo tras formulismos y formalismos de dudosa preceptividad, en blindar sus pasos de posibles recursos… de nada valdrán denodados y desconocidos esfuerzos porque el papel y la letra se hagan verdad.

Y en estas, detrás de los conceptos, en el mundo de las ideas, a la espera de un superhéroe “iuris tantum”, en manos de quien debería o no, pace la dilación indebida cobrándose “víctimas” procesales, celebrando funerales jurídicos, y poniendo como remedio la “sucesión procesal” del fallecido, que en su íter y según las circunstancias puede acabar siendo “la sucesión de los sucesores” y llamándose “injusticia ciega”. En todo caso, se me ocurre seguir exigiendo que la Administración de Justicia se ajuste al ritmo de vida cotidiano, el que atañe a todos los profesionales colaterales que intervienen o participan en el mundo del Derecho, que rinda cuentas ante quien padece su quehacer; se me ocurre seguir manteniendo la esperanza en el cambio, y sugerir variaciones en los mecanismos de control, filtros previos que eviten el desbordamiento judicial con asuntos menores; se me ocurre (inconsciente) clamar a la responsabilidad de la Judicatura (la del “corta y pega”, que hay otra que estudia, que sufre, que se preocupa, que vale…) para con el pueblo y no para con su posición funcionarial. Me atrevo a abrir la puerta al arbitraje como alternativa válida a explorar y explotar en la solución de conflictos, incluso a la mediación técnica y honesta… Y como última línea de acción sugiero un aviso de “salud” y “jubilación” en el “envase de cada acción judicial”: “no recomendado a partir de los 65 años, ni en casos de urgencia económica agravados con síntomas de tensión alta”… Y es que el “señor de los juzgados” ese letrado que siempre está allí, que siempre es más veterano, que no suelta el maletín ni para ponerse la toga, dijo el otro día: “este año van cinco…” y después de sonreír y pensar caí en la cuenta de que no se refería a las sentencias favorables o en contra, sino a la lista de fallecidos de entre sus clientes con asuntos en curso y sin terminar… Entonces repasé mentalmente los míos y… había empatado con él.