Cuando se afronta una valoración superficial del mundo del derecho y de la Administración de Justicia, inmediatamente, de forma arrebatadora y súbita, nos asalta el incesante reproche de la ineficacia y el atascamiento judicial. Junto a esta percepción, irremediable y justificadamente extendida, podríamos situar una preocupación histórica, y hasta historiada, de acercar la justicia al ciudadano, de popularizar la justicia o, como gusta decir, de participación del pueblo en la Administración de la Justicia. Al lado de estos elementos identificativos y significantes del concepto de administración de justicia, también debo destacar un componente sociológico, cuya consideración me parece importante a modo introductorio, me refiero al tratamiento del conflicto como base generadora de un proceso de solución posterior.

Y es que verdaderamente la asimilación del conflicto y su enfoque resulta determinante para articular las alternativas que lleven a una respuesta adecuada. Así, son ciertos los posicionamientos doctrinales donde se realza el valor constructivo del conflicto y su condición intrínseca a la dinámica social, presentando el conflicto como elemento creativo y esencial en las relaciones humanas, como medio para el cambio y la evaluación de los valores sociales, hasta el punto de considerar que si el conflicto se suprime la sociedad se paraliza (Séller, Coser, M. Deustch). Ahora bien esa calificación  estimulante del conflicto sólo cabe si existe una opción coherente para tratarlo en la fase de solución. En definitiva, si se emplean más recursos para emprender y sostener los conflictos, que para mantener la paz o alcanzar soluciones de modo constructivo, se desvanece el efecto del conflicto como dinamizador de cambios sociales, se diluye su valor social y personal. Esto es, la aplicación de una solución adversativa adjudicativa como es propia de la estructura judicial (posición polarizada de las partes, que deben convencer al juez quien concluye el proceso con una adjudicación…) para tratar los conflictos puede acabar “fagocitando” la base dinamizadora y enriquecedora de la situación conflictual: una de las partes perderá en sus reclamos (sino todas).

Frente a este panorama teórico-empírico, y sobre todo, valorativo y analítico, propongo una reflexión responsable de un método más ideal pero factible, un sistema no adversativo y no adjudicativo: la mediación. Ello implica entender la mediación como un proceso para solucionar una controversia desde un plano de colaboración, donde las partes están dispuestas a ceder en sus posiciones iniciales, donde mantienen el control del proceso con la participación de un “interventor” que se limita a orientar, sugerir alternativas… pero la decisión final recae sobre las partes, el papel activo del mediador mediante técnicas persuasivas tiende a generar la conducta empática de las partes como esencia de la solución final. Es un proceso menos intimidante, menos costoso y más sensible a desentrañar aspectos subyacentes de una controversia; o lo que es lo mismo, un proceso más comprometido con la justicia material, con el interés de los afectados y más coherente con la asignación de un valor constructivo al conflicto en una dimensión dinamizadora de la sociedad. A esto se une que la mediación debidamente articulada se puede proponer como respuesta válida al problema de la ineficacia judicial o atascamiento efectivo de los Juzgados; y como mecanismo real y factible de participación consensuada del “pueblo afectado” en la administración de justicia que les atañe. Desde luego el reproche y la insatisfacción disminuyen o se atenúan cuando uno mismo es agente directo en la formulación de soluciones encaminadas a resolver una cuestión de la que son protagonistas directos: protagonistas en origen y en destino. Si bien, pese a todo lo expuesto, el objetivo final se resume en que los ciudadanos lleguen a acuerdos justos, sencillos… en forma relativamente rápida y económica, y en la que se reconozcan los principios de reciprocidad y proporcionalidad. No estamos ante un proceso exótico o un producto innovador de alta tecnología, sino con una propuesta que interpela directamente a la condición humana, a su sentido común.

Pero ante este contexto, presentando estas fortalezas y potencialidades, con sus connotaciones sociales, su intrínseca eficacia y su presumible validez como alternativa aplicable; nos encontramos ante un ordenamiento jurídico, el nuestro, que se conforma con guiños ciertamente tibios a la Mediación. Así, baste citar la conciliación laboral previa y obligatoria al procedimiento judicial ante un presunto conciliador-mediador, que acaba asumiendo un papel de “levanta actas” en un “punto de encuentro” para las partes; o el acto de conciliación que se puede promover por las partes en la jurisdicción civil, y que se sigue rigiendo por los postulados de la antigua LEC, lo que habla bien a las claras de la evolución del método y de la convicción en su potencial por parte del legislador, por no abundar en la voluntariedad del acto y la impunidad del disidente que ni siquiera tiene que comparecer (ni por respeto); y por supuesto la audiencia previa civil y la “invitación” del juez a las partes para llegar a un acuerdo (esto puede ser sintomático del concepto que el legislador tiene de la mediación), que es “casi como cuando vas a una boda y no conoces a los novios”. La mediación en nuestro país adquiere protagonismo en el ámbito sociológico, asociativo y antropológico, con ciertos matices terapéuticos, que soslayan y desaprovechan su capacidad como proceso participativo y eficaz para la solución de conflictos.

Y para argumentar las bondades de la Mediación recurro al derecho comparado, y destaco lo avanzado de su regulación y aplicación en Argentina, donde tiene más de 10 años de recorrido la voluntad de configurar la opción de la mediación como una obligación legal previa o diferente a la vía judicial. Esto es, la vía judicial se convierte en la alternativa. Y allí surgió como forma de hacer frente a la sobrecarga de la justicia y a la insatisfacción de los ciudadanos con los resultados de los procedimientos judiciales. Y más allá de lo apasionante y embelesante que puede ser escuchar a un argentino haciendo “mediación” (lo bien que suena puede ser inversamente proporcional a la importancia de lo que dice), sí traigo las referencias de la sensibilidad del país en cuestión por formar a los profesionales del derecho en las técnicas y valores de la mediación, sí destaco que la aplicación de la mediación como alternativa cierta a la vía judicial ha supuesto un avance y ha oxigenado el funcionamiento judicial argentino, y que ese resultado ha venido propiciado por el compromiso y la implicación de todos los elementos del sistema: legislador, jueces, abogados, sociedad… Y por si hiciera falta más acreditación este sistema ha sido importado por EE.UU. y Canadá, donde la mediación, la solución consensuada, ha ido adquiriendo protagonismo y arraigo en la atención de las controversias surgidas en la dinámica social y económica.

Entonces para cuándo una ley con ciertos imperativos en España que otorguen a la mediación una posición adecuada para desplegar los efectos que pueden atribuírsele en cuanto a la socialización de la justicia, el desatascamiento de los juzgados, la eficacia de las soluciones… Por supuesto más allá de la pose artificiosa de menciones concretas, que sirven para la “foto” pero que no suponen una apuesta decidida y concluyente por este método no adversativo… Para cuándo un posicionamiento creativo de los Colegios Profesionales al respecto que proponga alternativas y soluciones concretas superando el mero pragmatismo profesional, o para cuándo un paso al frente de los jueces de verdad (no de los “pone sentencias”), que también pueden liderar y agilizar este sistema si su ego corre peligro; para cuándo una formación adecuada y extensiva que comprenda las técnicas propias de los procedimientos no adjudicativos ni adversativos de solución de conflictos… Evidentemente, no todo es susceptible de mediación (dejemos fuera la materia penal, y la laboral aunque sea porque ya ha iniciado el camino); pero sí estamos avocados a ponderar lo “mediable” de aquellos conflictos civiles, mercantiles, económicos que “sobrecargan” nuestro frágil funcionamiento judicial… porque asumo que es reprobable que una sociedad avanzada únicamente proponga, desarrolle, conozca, exponga, articule, ejecute.. un solo método de solución de conflictos: la vía judicial, un método adjudicativo… Sin tener suficientemente previstas y conformadas otras alternativas. Es hasta políticamente correcto dinamizar y sensibilizar la implantación de lo propuesto, comenzando por una apuesta normativa seria, siguiendo por una sensibilización social oportuna y progresiva, y atrayendo a la cultura constructiva en la solución de conflictos a los profesionales responsables de participar en su desarrollo mediante formación y concienciación de la viabilidad técnica, económica y efectiva de la mediación.

Administrar Justicia no puede ser poner sentencias o recibirlas, hay otras opciones, otras “vidas”, y los profesionales del derecho estamos llamados a formarnos en ellas, a promover su introducción, a probar su eficacia… a no resignarnos a estar como estamos, porque en y con la Justicia todos debemos asumir un papel proactivo, porque la posición recurrente ha sido atropellada por la lentitud de un aparato especialista en insatisfacción. Administrar tiene que ver con repartir, no sólo resultados sino tareas, tiene que ver con gestionar recursos y con dar respuestas; y si lo que se administra es justicia, lo expuesto se eleva de rango, de contenido, se sublima hasta encumbrarse en una posición tan visible que no puede verse avocada a tener un solo camino, una sola forma de llegar.