Edificios emblemáticos, actos glamurosos, jornadas formativas, coordinación del turno de oficio, bibliotecas más o menos fastuosas… Un elenco de signos externos ciertamente absorbidos y poco a poco tal vez empequeñecidos por su propio significado y por la evolución de la sociedad en la que se insertan. Los Colegios de Abogados están llamados a una revisión responsable y a una reflexión profunda sobre su identidad, su finalidad, y su estrategia social. Una profesión ideada para una indiscutible función social no puede permitirse la pasividad, ni la apatía, ni el acomodo, de aquello que la representa, de aquello que la referencia o señala de forma tangible en el contexto cultural en el que actúa.

No se trata de cuestionar o propiciar el descarte de los eventos que ahora organizan de forma casi simétrica los ilustres colegios. La intención es más metafísica, más ideológica, y tiene que ver con los planteamientos, con la redefinición del sentido organizativo y del posicionamiento de los colegios de abogados. Además este comprometido análisis debe hacerse desde dos perspectiva empíricas y en términos de reciprocidad: los colegios en relación a sus colegiados; y los colegios en la sociedad y para la sociedad como instituciones identificativas y definidoras de las características de la profesión.

Por lo que afecta a los colegiados, los colegios no han sido capaces en general de hacer frente a la dispersión territorial de los profesionales, esto es, al que vive lejos del núcleo urbano principal donde se ubica la sede central del colegio provincial de nada le sirve un extraordinario, grandioso y céntrico edificio. Y en este sentido, las delegaciones físicas tienen mucho más de virtuales que de plataforma de servicios y atención real; y los servicios propiamente virtuales vía web son poco excepcionales, es decir, sus condiciones, contenidos y características no son diferenciadoras respecto de servicios que el profesional puede procurarse por sí mismo. Las comisiones disciplinarias tienen una existencia más teórica que práctica, y su operatividad viene a ser lenta y poco efectiva. Los servicios de resolución de consultas tampoco son un ejemplo de resolución, ni capacidad técnica, y quizás no sea una prestación imprescindible pudiendo destinar estos recursos a otros fines. Y algo similar cabe decir cuando se trata de conocer la opinión de los colegios sobre temas de honorarios, si bien, dada la preceptividad e importancia de esta opinión para los procedimientos sobre costas, la valoración de este aspecto sí pueda ser más benévola. Todo ello sin perjuicio de estar exponiendo una ponderación generalizada, y desde el convencimiento de que también son destacables las excepciones de funcionamiento y eficacia, y siendo conscientes de que las limitaciones expuestas son directamente proporcionales a las características territoriales sobre las que actúa el colegio, con lo que a mayor espacio geográfico más prestaciones y, también generalmente, más calidad. Pero lo que sí reseño es que el colegiado preferiría menos fastos y más eficacia, menos boato, menos estándares y más innovación, más proximidad, más instrumentalidad, más compromiso con el “ser” de la profesión que con el “hacer”. Y para acreditar todo ello baste referirme y aludir a la estadística, sobre la escasa participación en la vida colegial por parte de los letrados, que se limitan a asistir tímidamente a aquellos cursos o actos de especial relevancia, o con trascendencia económica.

Y desde esta última consideración me permito enlazar con el posicionamiento estratégico de los colegios de abogados en la sociedad, que es el eje central, vertebrador e informador de lo que debe ser y hacer el colegio hacia sus colegiados y hacia la ciudadanía que los contempla. Y en este sentido, se echa de menos un debate interno y previo sobre el sentido de la institución, sobre su significado… que le lleve a desprenderse de esa inercia que lleva a los colegios a repetirse cíclicamente, en sus actos, en sus formas, en sus contenidos, en su organigrama… como si fueran estaciones meteorológicas. Y esa reflexión del alma de la institución debería orientarse a buscar la identidad y el sentido mismo de los colegios profesionales, en los que el mapa de recursos, los servicios, deberían ser un elemento accesorio y secundario, si acaso diferenciador y si me apuran proporcional y adaptado a las necesidades de los usuarios, apartándose de la estandarización, de los arquetipos… porque el servicio y las prestaciones del Colegio de Madrid para el letrado ejerciente en esa comunidad no puede ser el mismo que el adecuado para el letrado de Herrera del Duque dependiente del Colegio de Abogados de Badajoz. Los servicios deberían ser el adorno de la institución, nunca su seña de identidad, salvo que se entendiera como servicio (que podría serlo) la representación de la profesión misma. Pero para que esta acción fuera aceptada como el servicio y no como un servicio más desarrollado desde una dinámica anodina, se requiere una interiorización comprometida del sentido mismo del Colegio como bandera del “ser” letrados. Y ese “ser” es el que hay que definir y asimilar concienzudamente, porque la potencialidad de los Colegios pasa por centrarse en solidificar y dar firmeza al colectivo, a la masa, en dar pautas de identificación inequívocas de los valores que configuran el ejercicio profesional para estima de la sociedad. Los colegios tienen la misión de ser el escaparate de los principios esenciales de la abogacía, y de que tales principios sean percibidos y reconocidos por la sociedad. Por ello un marketing humanista y humanizador, cuidadosamente elaborado y ejecutado, sería uno de los cometidos básicos de los colegios en el espectro de tareas propiciadas por asumir esa misión social en pos de un reconocimiento actualizado de la abogacía.

A mayor abundamiento de todo ello, esa definición y proclamación incesante de los elementos definidores del “ser” letrados, tendría efectos extrínsecos e intrínsecos. Entre los primeros: serviría para transformar en visible la realidad de nuestra profesión, abrir nuevos horizontes de aprecio social, marcar líneas delimitadoras de la extensión que alcanza el ejercicio de la abogacía, rompería estereotipos que encorsetan la práctica profesional y suponen un terreno abonado para el intrusismo y la competencia desigual con otros sectores que son percibidos de forma más próxima al ciudadano (abogados para los pleitos), proclamaría un posicionamiento estratégico unido al fin social de la profesión, al sentido mismo del ejercicio, implicaría una justificación cualificada de la práctica profesional del colectivo que se ajustase a los cánones filosóficos y éticos definidos por la institución. Y para ello me atrevo a sugerir que los colegios deben recurrir a la profesionalización especializada de su organigrama, a destinar recursos ingentes en materia de comunicación, de promoción, de marketin y representación; a desarrollar programas propios destinados a informar y a formar la opinión pública sobre lo que somos y hacemos como letrados, sobre lo que nos identifica, define y califica; a promover estrategias que denoten nuestro peso en la sociedad, nuestra presencia en los foros de debate legislativo y judicial más allá de valoraciones o intervenciones ulteriores; a implementar mecanismos de diálogo social, herramientas propias que movilicen de forma proactiva a la sociedad, a los colegiados, a los poderes ejecutivos en la dirección que justificadamente propongamos… El respeto y el prestigio de nuestra profesión no debe residir en grandes edificios, glamurosos actos, ni la representación de la misma puede dejarse a la deriva de intervenciones o imágenes más o menos afortunadas de cualquier ejerciente; sino que serían el compromiso social, la conciencia colectiva, la identificación y la defensa de unos valores y principios, la cercanía al problema y a los afectados, la accesibilidad, los que habrían de sostener y amparar la estima social de la profesión, su consideración. Los colegios profesionales de abogados no pueden ser elementos recurrentes de la evolución normativa y social, sino instituciones reivindicativas, representativas, proactivas y coordinadoras; plataformas de debate, de diálogo, “turbinas” del sistema; fábricas de propuestas… Los abogados no sólo debemos ser estudiantes de nuevas leyes, sino precursores de normativa útil… y lo debemos ser como institución, como colectivo. La representación de la profesión radica notoriamente en nuestros colegios, no en determinados profesionales o firmas por grandiosa que sea su reputación o su prestigio. Lo que planteo y propongo con cierto atrevimiento pasa por desechar el desfile de “togas blanqueadas” en que a veces se convierten los colegios, en erradicar el papel de “lobby” que se atribuye a las directivas con todos los matices de “política colegial”, dar un vuelco a las motivaciones que presuntamente pueden mover a los cargos colegiales incentivando mucho más el rol de representatividad del colectivo y eliminando ese perfil promocional y honorífico de los puestos de responsabilidad. Y ello pasa por la citada profesionalización, por la dedicación exclusiva de los cargos directivos, por la elaboración de planes estratégicos, por un discernimiento interno sereno y extenso… y a lo mejor hasta por vender edificios para atesorar recursos en pos de otras prioridades. Se pretende actuar sobre la percepción de la sociedad desde la revolución interior del colectivo.

Y no se me olvidan los efectos intrínsecos de subrayar y enaltecer los aspectos definitivos del “ser” en la profesión, que tienen que ver con la competitividad del colectivo, con la discriminación de las prácticas poco éticas o leales, antideontológicas; con una mayor uniformidad a la hora de presentarse a la sociedad; que implican la asimilación de unos pilares imprescindibles de la práctica profesional; que suponen ceñirse a unos parámetros consensuados que marginan las conductas y comportamientos que dañan la profesión, y van creando un camino común, un sentimiento de unidad, y unos perfiles de identificación y catalogación que simplificarán las justificaciones ante la sociedad de nuestro ser y nuestro hacer.

Tiene que ser la hora de transformar los colegios en la residencia de aquello que somos como colectivo, en el estandarte de lo que queremos y debemos transmitir a la sociedad, en cuerpos de cohesión consensuada y debatida, con una teleología estudiada y comprometida lejos de la inercia de existir por tradición… De nada nos sirven los colegios como cofres de sabiduría interesada, de elitismo intelectual, como adornos de una amalgama de profesionales dispersos con identidades confusas, como feudos de nada o casi nada en relación a los hitos que marcan la evolución social…  Y todo debe empezar en la punta de la pirámide, desde donde se vierten los principios que están llamados a determinar la dinámica orgánica y funcional de los colegios, desde donde debe encenderse la mecha o provocar la chispa… Los abogados debemos desembocar en la sociedad, no navegar a la deriva que nos lleva a desembocar en nosotros mismos, unos con otros, o peor unos contra otros… Con perdón…