Resulta preocupantemente desalentadora la comparativa de actitudes y ánimos del pago de honorarios por el cliente en el caso de los abogados respecto de otras profesiones y servicios. La desazón tiene que ver, más que con las sumas que se facturan, principalmente con el comportamiento generalizado del usuario del servicio frente a la minuta girada, que en nada se parece al sostenido ante otro de tipo de prestaciones de otros profesionales de matices y condiciones muy diversas. Evidentemente también nos movemos en el ámbito o contexto global del sector, al margen de las excepciones constituidas por las “grandes superficies jurídicas” o firmas, que vienen a presentarse y a ser catalogadas por el cliente como “rincones gourmet”, o “clínicas jurídicas de alta especialización” para casos difíciles o servicios de gran envergadura por el sujeto y/o por el objeto, con una marca trabajada y un marketing suficientemente consolidado para que el usuario asuma el coste a priori… Aunque incluso en estos casos tampoco descarto el reproche, la objeción y hasta la oposición, cuando el resultado no responde a las expectativas. No obstante la habitualidad del abogado cuando se trata de cobrar sus servicios se identifica más con una ardua tarea de justificar su trabajo, argumentar su cualificación, detallar sus costes, y renovar o revitalizar continuamente el convencimiento del pagador, que no tiene el más mínimo reparo en discrepar y cuestionar un aspecto que pertenece a la esfera interna de cualquier actividad profesional y que alude a contenidos elementales de respeto cuyo planteamiento devienen inauditos en otros ramos o profesiones, incluso de menos abolengo.

Analizar las causas de esta situación nos lleva directamente a adentrarnos en la idiosincrasia particular de la fisonomía y organización del colectivo de letrados, a su falta de referencias corporativas, al individualismo insolidario y disperso del ejercicio, a la falta de uniformidad en criterios y normas de aplicación, a la debilidad de la representatividad del colectivo, a una competencia mal entendida, y por supuesto a connotaciones derivadas de la reputación social, el prestigio profesional, que tienen su raíz e impulso en los predicamentos anteriores… En materia de honorarios vuelvo a echar en falta un plan estratégico institucional bien definido, esto es, una adecuada e intensiva difusión de lo qué es la profesión, para qué sirve, qué debe exigir el cliente al profesional, y cómo valorar esa respuesta, un exigente proceso de escarmiento de competencias desleales y políticas de precios deshonestas; y desde estos parámetros determinar una horquilla de precios debidamente publicitados, y con cierto conocimiento y arraigo popular, siempre que se cumplan los cánones mínimos de prestación convenientemente promocionados y presentados. Y es que, partiendo del axioma, cada vez más tergiversado y atenuado, de que el intervencionismo en una profesión liberal ha de ser mínimo, lo que sí tiene que cumplir esa regulación superior es con unos estándares de eficacia y pragmatismo para facilitar y potenciar el desarrollo del ejercicio profesional en el que se permite actuar. Así pues, desde ese posicionamiento previo, sí puede resultar procedente una reflexión concienzuda, responsable y unificada de los representantes institucionales del colectivo, para articular fórmulas que simplifiquen y agilicen la configuración económica de la profesión. No se trata de poner en tela de juicio de forma radical la actual propuesta de criterios orientadores que promulgan los Colegios profesionales, pero sí de instar una revisión del sistema basada en la unificación básica, la difusión unitaria y unívoca de los contenidos y justificaciones de los honorarios, de los requisitos y contenidos de los servicios para sostener el devengo legítimo de los mismos, y una exposición piramidal y estratégica de su sentido y razón de ser permanentemente difundida… Todo ello como soporte del ejerciente y alivio de su constante lucha existencial por defender reiteradamente su trabajo, su servicio…

Ahora bien, el análisis de las causas y el enfoque valorativo de las mismas no constituye, el único punto de aproximación a la cuestión propuesta. Más aún, tal vez sea más sustancial y práctico referirse a que, partiendo de la realidad explicitada, los despachos, los profesionales, nos vemos en la obligación de instaurar en nuestra organización sistemas y protocolos de cobros de nuestras minutas. En definitiva, se convierte en imprescindible arbitrar estrategias para atender a una tarea que se vuelve complementaria, necesaria, adyacente y coadyuvante a todo lo que hacemos como profesionales. Si el usuario tuviera una sensibilidad y formación suficiente al respecto, entendería que un profesional motivado es un profesional más eficiente, más implicado, y que un componente esencial y legítimo de esa motivación pasa por la adecuada retribución del esfuerzo y la correcta compensación económica de la dedicación. Además, de que el reproche al trabajo adquiere valor y virtud desde el cumplimiento de lo que a cada uno corresponde. Pero, insisto, dada que esa sensibilidad y criterio no es generalizada, procede aplicarse en la labor de implantar protocolos, estrategias y dinámicas paralelas a nuestro desempeño, encaminadas a rentabilizar proporcionalmente el nivel de nuestros servicios. En este sentido, sugiero el recurso ineludible a los presupuestos previos con calendarios de pago, la incesante comunicación e información puntual al cliente sobre sus asuntos como modo de actualizar constantemente el seguimiento de los encargos, la tradicional provisión de fondos, y dotarnos de un procedimiento definido para el seguimiento y gestión de las minutas una vez giradas al cliente, fijando plazos, preavisos y determinando un íter concreto y específico. Para esto último requerimos una estructuración interna que cuente con un departamento o persona dedicada casi en exclusiva a esta materia, porque paradógicamente los primeros cobros a gestionar son los nuestros. No consiste en contemplar este extremo como un gasto más, sino como una inversión estructural oportuna, e inherente al funcionamiento cotidiano de una plataforma de servicios. En términos empresariales es legítimo y conveniente acompasar el trabajo y el cobro, y en estrictos términos de servicios jurídicos, se hace acuciante vincular la retribución al trabajo apartándola del resultado, y esto se beneficia de un proceso de cobro lo más paralelo posible al desarrollo del servicio. A su vez esta fórmula requiere de un impulso y sustento institucional firme y comprometido en los términos apuntados, porque cada profesional particularmente, cada firma jurídica, sin el respaldo de una política representativa consensuada y continuada, se ve en la obligación de afrontar cada cobro como una aventura incierta y casi siempre acompañada de concesiones inevitables.

Pero debo terminar donde empecé, es decir, en reseñar la realidad que hiere y casi ahoga al profesional cuando de cobrar sus honorarios se trata. Porque no exagero demasiado al decir que el letrado es de los  que tienen cobrar a su cliente, previo convencimiento y justificación de un trabajo normalmente terminado; en lugar de ser el cliente el que pague por las prestaciones recibidas. No eludo la responsabilidad propia del sector que, sin duda, ha influido en provocar este panorama; pero por describir gráficamente lo que me preocupa y ocupa, de cara a cualquiera que me conceda el honor de acercarse a estas líneas, se da el caso de que un fontanero, un médico, un electricista, un arquitecto, un aparejador, un dentista, un carpintero… (con todo mi reconocimiento y respeto a cada uno) llega a cobrar su tiempo de trabajo a un precio superior al del letrado, y con una disposición espiritual del cliente o usuario mucho menos reaccionaria y rebelde, que la que en muchas ocasiones afronta el abogado. Esta ilustración recurrente y manida dentro del gremio, no deja de ser sobrecogedora y motivadora de una profunda y profusa revisión de muchos aspectos del ejercicio que desembocan en la traducción económica del trabajo. Porque conlleva sentimientos de tristeza y alarma querer ser y hacer de letrado, pero desear cobrar como un fontanero, carpintero, electricista… Desde aquí, pues, promulgar un punto de inflexión que nos lleve a perpetrarnos en fórmulas y procesos eficaces de gestión de nuestros honorarios legítimamente devengados; y exhortar la puesta en marcha de mecanismos institucionales que hagan frente al contexto revelado.