Afirmar que la buena fe es un concepto jurídico indeterminado es como derramar una gota en el océano, pero profundizar en la propia indeterminación del concepto implica afrontar un reto que afecta a la esencia misma del sistema judicial y su arquetipo más básico. La jurisprudencia y la doctrina han encontrado en este elemento jurídico la panacea para proponer todo tipo de artificios, teorías, incluso ha sido el componente de mano para adornar la definición de otras instituciones, en definitiva para llenar estanterías y juntar letras de contenido técnico, más cerca de lo metafísico e ideológico, de lo académico que de lo cotidiano, ordinario, que de la práctica judicial. Pero esa indeterminación alcanza su expresión más tangible al tener que recurrir a la profusión jurisprudencial para rescatar los contenidos que la identifican y diferencian, que la catalogan y permiten su interpretación, para concluir generalizando que se trata de la conducta exigible a toda persona en el marco de un proceso por ser la aceptada como correcta por la mayoría de la comunidad jurídica a fin de evitar actuaciones indefinidamente lesivas… es la casuística jurisprudencial la que presenta tales matices de identidad aparejados a la buena fe procesal (SSTS de 5 de Julio de 1989, de 11 de Mayo de 1992, de 15 de abril de 1996, de 17 de Octubre de 1998… y esto último en sí mismo representa un rasgo intrínseco del concepto que nos ocupa y preocupa: el juez es uno de los principales garantes de su preservación, identificación y protección.
Pero teniendo que ver con la honestidad, la lealtad profesional, la buena praxis, el legítimo y ordenado ejercicio… la buena fe procesal ha permanecido en el “limbo de los elementos implícitos del sistema”, esto es, siendo “musa” de inspiración del positivismo y la conducta pero en términos de romántica interiorización de valores y no de imperativos categóricos. No fue hasta la Reforma del Título Preliminar del Código Civil de 1974 cuando se consagró legalmente la buena fe bajo la consideración de Principio General del Derecho (art. 7.1) y dotándola así de una evidente función informadora del sistema jurídico e interpretadora y limitadora del ejercicio de los derechos al ser calificada como norma básica reveladora de creencias y convicciones comunitarias. También destaco que la STC 37/1987 de 26 de marzo extiende su aplicación a todos los sectores del Ordenamiento Jurídico, y que cabe aludir a otras referencias normativas: art. 57 del Código de Comercio, art. 5 a 20.2 y 54.2 del Estatuto de los Trabajadores, art. 139 de la Ley de Jurisdicción Contencioso Administrativa e incluso el 10 y 10 bis de la Ley General para la defensa de los Consumidores; culminando su primer eco en el ámbito procesal en 1985 con la Ley Orgánica del Poder Judicial artículos 11.1 y 437.1, al margen de la mención en el artículo 523 de la LEC de 1881 en relación a las costas… Pero todo este elenco positivo no pasó de ser una proclama teórica con sabor a declaración de intenciones en manos de la voluntad de las partes, y su tibieza provocaba actuaciones judiciales de cobertura con fines dilatorios, en suma este contexto constituía un terreno abonado para fraudes procesales o corruptelas técnicas. Y todo lo expuesto viene a ser testimonio indiscutible de la complejidad del concepto, de su aspiración de aglutinar principios esenciales, de determinar formas de ser y de estar en su condición de mínimos o marco, de servir de instrumento al juzgador para discriminar conductas impropias e inadecuadas…
Y frente a este compendio de querer y no poder, de estar sin que se vea, pretendió emerger como ejército de liberación, con luz y taquígrafos (como las intervenciones militares del líder venezolano Hugo Chávez) la LEC 1/2000 de 7 de Enero, que supone la consagración legislativa de la exigencia de la buena fe procesal, esto es, se imponen normas de carácter ético, se sanciona su incumplimiento y se determina la necesidad de cumplir unos estándares de comportamiento. Desde la Exposición de motivos con la referencia indirecta del último párrafo del apartado VI, pasando por la cita incidental del último párrafo del apartado IX donde se condena el abuso de la solicitud de nulidad de actuaciones; hasta el definitivo artículo 247, la LEC se erige en el “llanero Solitario” normativo y hace frente a la extraordinaria misión de encontrar a la “fiera” y domarla… Así exige que “los intervinientes en todo tipo de procesos deberán ajustarse en sus actuaciones a las reglas de la buena fe”, extendiéndose a cualquiera que intervenga en el proceso en la condición que sea; y prevé graves consecuencias para el caso de incumplimiento en el número 2 del artículo en cuestión: “los tribunales rechazarán fundamentalmente las peticiones o incidentes que se formulen con manifiesto abuso de derecho o entrañen fraude de ley o procesal”, incluso articula en su tercer número multas pecuniarias para castigar y persuadir al infractor… Pero claro, tan represiva postulación parte de una premisa incierta e inestable que es desentrañar la verdadera voluntad e intención del proponente o ejecutor del comportamiento a valorar, y además corresponde al juez escudriñar este aspecto, a ese que está saturado, al del corta y pega, al del atascamiento, al de la falta de medios, al intelectual, al responsable, al pragmático… Por tanto, aunque no es el fin de la película que nos gusta, podría aventurarse que la “fiera” (la definición e interpretación de la buena fe procesal) se come al héroe (la LEC), y ello porque es atrevido, hasta temerario tratar de calificar la conducta, de ponerle cerco al transgresor “antiético” no sólo por la dificultad en sí del objetivo sino porque implica levantar la vista del papel, otear el horizonte social y tener cierto espíritu aventurero para complicarse la tarea investigando intenciones, aunque a veces resulten patentes y escandalosas.
No podemos permitirnos perder como motor del ordenamiento la esencia de la “fides” en sus extensiones traducidas de fidelidad, lealtad y confianza, y estamos obligados a proteger su valor como regulador y pilar de la relación en la convivencia procesal; pero no basta, por lo acusado de la cuestión, con los instrumentos normativos por más que estos abarquen numerosos aspectos litigiosos regulándolos expresamente: la buena fe en los incidentes suspensivos exigiendo la expresión concreta y clara de la causa legal y los motivos de fundamento, la buena fe en las diligencias preliminares concretada en la fundamentación y en la caución suficiente, en los escritos de alegaciones donde se traducen en el imperativo de la claridad, la precisión en la exposición de hechos y pretensiones, la designación de domicilios; la buena fe en la audiencia previa y en la fase probatoria en relación a la forma y momento de aportar los documentos, al modo a aplicar en los interrogatorios; o simplemente no utilizar el trámite de conclusiones para introducir maliciosamente nuevos documentos o argumentos jurídicos; la buena fe en los recursos no formulando modificaciones extemporáneas y tendenciosas del objeto del proceso; o la buena fe en la ejecución evitando la ejecución maliciosa; o en las medidas cautelares anteponiendo la apariencia de buen derecho y la caución del solicitante… Todo ello presente y recogido en la LEC en aras a sostener la buena fe más allá del arco iris de las buenas intenciones. Y más, porque también se detallan las consecuencias implacables de caer al lado oscuro, a la mala fe: la inadmisión del acto procesal, la ineficacia del acto procesal, la nulidad de las actuaciones, las multas, imposición de daños y perjuicios, las costas, la pérdida del pleito, la pérdida de la cantidad económica depositada judicialmente para ejecución… En fin todo un entramado positivista que hace equilibrios en altura y sin red, caminando por la débil cuerda de la interpretación, investigación, y valoración de la conducta, de la intención… por parte del juez, que debe querer, saber, poder, y atreverse a hacerse trapecista y malabarista en pos de ser garante de la buena fe… y todo porque a los colaboradores necesarios de la justicia como se nos identifica a los letrados, se nos presupone sólo la fe en salvar el interés de nuestros clientes, y eso cercena nuestra credibilidad.
Definitivamente es una gran suerte para la buena fe que se presuma su existencia, como dice el anónimo; pero la verdadera fortuna sería tener una fe buena en que todos aspiramos a la justicia en su sentido más verdadero, y en el único que tiene sentido… Porque al final los dedos vuelven a apuntar a la deontología, a la interiorización de valores y principios, a la responsabilidad y la capacidad del juzgador (que cuenta con herramientas normativas apreciables), y al compromiso del colectivo profesional con su fin último, su objetivo paradigmático… Lo demás será seguir escribiendo, llenando estanterías, y esperar nuevas leyes que sigan el camino no explorado de las anteriores cuyo potencial quedará en el olvido y cuyas fortalezas se oxidarán en el miedo de las garantías del proceso… Todo ello dicho con buena fe.
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