Renovar una profesión en general y la abogacía en particular no consiste en actualizar los equipos informáticos, tener un traje nuevo, cambiar el mobiliario, isponer de un móvil de última generación y que un experto nos diseñe una placa con una marca original. La sociedad se transforma continuamente, evoluciona o involuciona según las visiones y las situaciones, las necesidades son diferentes, hasta el lenguaje, los hábitos, la cultura… presentan matices o distinciones notables más allá de lo atemporal y universal que cada vez va siendo menos. En definitiva, lo obvio es que la sociedad y sus visicitudes son realidades en permente dinamismo, que ineludiblemente obliga y exige continuos esfuerzos de adaptación y una sensibilidad activa y atenta al entorno y los nuevos escenarios. Y por supuesto la justicia y la abogacía no son una excepción, aunque su inmovilismo proyecto lo contrario, sino, más bien al revés, herramientas imperiosamente llamadas a acompasar su operativa a los cambios y liderar algunos esenciales. Precisamente el conflicto es uno de los ejemplos paradigmáticos de lo conveniente de construir un nuevo enfoque y una nueva cultura para abordarlo y tratarlo, que no pase (salvo en los casos oportunos) por la, hasta ahora, inalterada judicialización de las controversias.

La abogacía y su ecosistema se va tornando anacrónico al mismo ritmo que el propio sistema judicial, pese a que desde la trinchera letrada a veces se “dispare” a los tribunales el reproche unidireccional de su envejecimiento y falta de innovación y renovación en una maniobra casi de distracción. Siendo, además, esta abogacía parte integrante y agente necesario de la infraestructura, la filosofía y el desarrollo de la justicia y de la Justicia; debe considerarse corresponsable y colaborador necesario de sus disfunciones, ineficacias y desajustes que se proyectan en insatisfacción y descrédito ciudadano, mayormente por omisión o inacción pero también por acciones impropias. Y es que la propia abogacía sobrevive aferrada a su propio pasado empeñada en que lo de antes tiene cabida ahora y siempre, y no asume sus propias heridas y sus arrugas que se van extendiendo por su veterano cuerpo en todas direcciones, desde la cabeza a los pies, de izquierda derecha, desde sus órganos de máxima representación y sus corporaciones colegiadas hasta las nuevas hornadas de abogados, formadas todavía con procedimientos y métodos tan antiguos como algunas de las leyes que se aprenden sin entender o se entienden sin aprender. De suerte que nuestros ilustres colegios insisten en presentarse como esas rocas cada vez más consumidas y erosionadas por el tiempo y la desconfianza, y cuyo mayor reclamo es el imperativo legal y la rancia tradición lejos de una legitimidad útil y concreta y de ser elemento de convergencia, cohesión e identidad, y más bien consolidando y perpetuando su papel de motor de intereses no (siempre ni claramente colectivos ni corporativos) y de influenciador venido a menos en muchos casos. Pero también la hendidura de la abogacía viene por ese ejercicio profesional decimonónico y acomodado, que se sube a la inercia de lo de siempre, que se conforma con seguir la corriente y con hacer lo mismo de la misma manera y que apenas asimila la novedad y hasta se molesta por ella, que ve el cambio como amenaza y que entiende la toga como un privilegio o como una distinción.

Soy creyente del valor de lo antiguo en lo nuevo, del impulso de lo nuevo para lo antiguo, y de la serenidad y la autenticidad de lo antiguo para lo nuevo; defiendo la artesanía en combinación y sinergía con la innovación más atrevida y rompedora; y soy un radical del cambio honesto y coherente, de la sensibilidad para lo nuevo sin perder el equipaje valioso de lo antiguo. Y por ello para mí, el presente y el futuro de la abogacía pasan por aquello que nunca debió dejar de ser, por aquello que es y a lo que no puede renunciar; y por aquello que puede llegar a ser y que debe enfrentar con valentía.

Lo que nunca debió dejar de ser: una profesión de expertos respetados y reconocidos, prestigiosos y prestigiados, amparados en sólidos y radicales principios éticos y de servicio; celosa de su identidad y respetuosa con los suyos; altamente preparada y considerada y protegida por el propio sistema judicial como cooperante valioso y fiable. Una profesión de soluciones y no sólo de respuestas, esto es, sin ser presa de la práctica actual de la Justicia donde las resoluciones responden sin resolver y donde el tiempo del proceso y la letra judicial  cavan una honda fosa de insatisfacción incluso para el presunto beneficiado. Una profesión con identidad inequívoca y no con esa variante de formas y valores, criterios y estilos que llega a recoger desempeños profesionales lesivos para la propia profesión (…)