Me llama mucho la atención una determinada situación o vivencia que me encuentro con cierta frecuencia: personas, gente en general y en particular, que son capaces de la mayor agresividad y confrontación en un momento puntual, en un contexto determinado…y acto seguido, cerrado ese capítulo, mostrarse afables, cordiales, correctos y hasta con disponibilidad a la cercanía. En contextos de debate institucional, de negociación empresarial, … es casi una fórmula establecida. Y yo no termino de asimilarla o aceptarla.

Lo cierto es que puede ser una opción esa pretendida escisión de momentos y de aplicación personal, esa disociación emocional, que desde luego, bien entrenada y con (en mi visión) alguna dosis de cinismo, evita frustraciones, beneficia a la salud, y permite bastante abstracción o alienación de lo negativo. Esa posibilidad que se cataloga incluso como inteligente, madura, sensata… confieso me genera inquietud, y desde luego manifiesto mi limitación al respecto.

Pero, la verdad, tampoco me he empeñado en superarme, más allá de controlarme, en esa línea de aislamiento o fragmentación existencial, pues me aferro a cierta concepción de la integridad como  “integralidad” personal, que me llevan a preferir la autenticidad por encima de otros caminos. Esto es, eso de ser uno con tus amigos, otro con tu familia, otro en el trabajo, un ser diferente cuando se trata de defender algo o conseguir un objetivo, incluso conjugar la oración con la perversión para con otros; compaginar la sonrisa y el arrebato; la paz y la guerra… Puede tratarse de virtud loable, y aun encerrar un talento significado y una capacidad indudable, lindante con la frivolidad y la frialdad; mas me suscita motivos para la desconfianza por encima del reconocimiento, aun valorando sus ventajas.

No se trata tanto de ser capaz de hacer algo y desconectar después, por ejemplo, el cirujano o el médico de urgencias; el juez y sus sentencias… se trata de compartimentar la existencia y las vivencias hasta el punto de no parecer el mismo ser. Me ha ocurrido eso de estar en una mesa de negociación, o un contexto de enorme tensión, reproches que exceden de la argumentación, estrategias de presión… y terminado el acto, el instigador y líder de estas conductas o argucias cambiaba el gesto recio y hostil por una amable disposición, hasta invitando a café o tabaco a sus antes encarnizados rivales… La línea que separa la elegancia, la madurez, la estrategia y el estilo o la profesionalidad, de la farsa, la falsedad, el engaño… es demasiado delgada…  Aprecio el mérito de quien lo hace en pos de un objetivo, pero a veces ese objetivo termina por desvirtuar el “ser”, la persona, o a convertirse en el sentido mismo y entonces, a fuerza de repetirlo uno se puede desorientar, y hasta desdibujar.

Es sano y recomendable no cargar con los pesos y las presiones de las responsabilidades personales y profesionales en cada ámbito vital, saber estar y concentrarse; pero de ahí a vivir en la estrategia incesante de ser uno distinto según la circunstancia y la finalidad a conseguir, los interlocutores o rivales; acaba por hacer de tu vida una estrategia y de la persona un desconocido para sí mismo, y muchas personas a la vez para quien cree conocerle. Este enfoque camaleónico, muy deseable para “misiones” muy concretas, empieza a estimularse como un buen mecanismo de gestión y como personalidades competitivas necesarias y a generalizar.

Sin embargo, una cosa es  aquello de que “el trabajo no te afecte”…hasta cierto punto;  y otra que tú mismo no afectes al trabajo. Es por ello que en tiempos de estrategia, y vivir en trozos, resulta impactante y muy llamativa la autenticidad, la franqueza, la naturalidad o la transparencia…. que viene a ser una especie de extraordinaria normalidad de uno mismo, de modo que, con las limitaciones evidentes y la notoria carga que pueda suponer, todavía sobrevivimos algunos “afectados” y “afectantes”, que intentamos proyectar aquello que somos en todo lo que hacemos, que no hacemos o procuramos evitar aquello con lo que no nos identificamos; o que somos reconocibles en nuestros actos y fácilmente detectables en nuestros errores; que nos pesa el mal que podemos causar y nos preocupa y ocupa el bien que dejamos de hacer; que nos sentimos responsables de lo que ocurre alrededor y con la vocación de aportar nuestro granito de arena… Ese peso, nos legitima, al entregarnos en cada gesto, a no reirnos tras la tensión o a no apretar la mano de quien antes intentó arrancarla; y nos lleva a la lealtad y la honestidad, entendida en clave de “integralidad”.

Esto no exonera de contextos donde uno se esfuerce por agradar más, o por “intimidar” más, pero en el fondo se nos ve a leguas, y es mejor no disimularlo más allá de las “capas” que traigamos de fábrica o que hayamos incorporado en el equipaje de nuestra sociabilidad; y tampoco debe ahuyentar el ánimo por evolucionar, por mejorarse… pero sin dejar de reconocerse, y huyendo de departamentalizar las actitudes, porque eso al final convierte el disfraz en hábito, y a uno solo en unos cuantos y nadie en concreto.