En tiempos en que la Justicia se haya inmersa en procesos reivindicativos de sus funcionarios, con la consiguiente y consabida paralización de los procedimientos judiciales; esto es, en momentos en los que los profesionales del derecho tomamos conciencia resignada de nuestra condición de “coristas” y “palmeros” del funcionamiento judicial; uno no puede evitar que su imaginación recurra a discernir sobre los medios alternativos para la solución de conflictos. Efectivamente un derecho legítimo de unos pocos o de unos muchos, nos avoca a ver arrollados los derechos y obligaciones de todos los demás; y mientras unos luchan por cobrar lo mismo que otros, una acallada mayoría contempla como se esfuman sus opciones de cobrar “algo”. Así pues, casi impelido por las circunstancias y arrastrado por los elementos, la naturaleza misma me invita a reflexionar sobre el Arbitraje como opción a la solución de los conflictos entre empresas, desempolvando con ello una íntima convicción personal. Y lo hago advertido de sus fortalezas y crítico con sus debilidades en la medida en que tienen que ver con la propia Administración de Justicia, y atenúan su autonomía e independencia.

Comienzo por remontarme a la Recomendación 12/1986 del Comité de Ministros del Consejo de Europa referente a ciertas medidas para prevenir y reducir la sobrecarga de trabajo de los tribunales y que postulaba que los gobiernos adoptasen disposiciones para que el arbitraje “… pueda constituir una alternativa más accesible y más eficaz a la acción judicial”, y que nos trajo la Ley 36/1988 de 5 de Diciembre de Arbitraje; para acreditar que la sensibilidad y la aspiración de dotar a este sistema de una progresiva implantación como auténtica alternativa a la vía judicial tiene un estimable recorrido en nuestro país, heredero y seguidor de una cultura extendida en el Derecho Comparado.

Ya inicialmente se articuló como un sistema donde se primaba la autonomía y voluntad de las partes sobre cualquier otra consideración, apostando por la flexibilidad, la imparcialidad y la privacidad como señas de identidad. Sus virtualidades se convertían al mismo tiempo en sus potenciales debilidades, es decir, el absolutismo de las partes ponían en riesgo la eficacia misma del sistema. La posterior Ley 60/2003 ahondaba en la línea trazada, impulsada por un mayor tiempo de sufrimiento de aquello que se trataba de paliar: el atascamiento judicial. De este modo configura el arbitraje como una herramienta de solución de conflictos accesible, rápida, económica, especializada, eficaz y confidencial; enfatizando la trascendencia de la sumisión al arbitraje de un modo excluyente y exclusivo, no concurrente o alternativo con otras jurisdicciones. Incluso me atrevo a destacar que el TS (también la DGRN) se pronunció sobre la decidida arbitrabilidad de las cuestiones societarias, estimando factible su extensión a las cuestiones surgidas de las relaciones que se establecen entre una sociedad mercantil y sus miembros o entre estos (SSTS 355/1998 de 18 de abril; 1139/2001 de 30 de Noviembre…). Con ello se amplia el ámbito de aplicación del arbitraje más allá del contexto interempresarial, y dota de una influencia mayor a la institución que estamos tratando. Además de esta significación, estos pronunciamientos denotan la propia sensibilidad de la Administración de Justicia para con este “pariente colateral”, tal vez en un ejercicio responsable de reconocer sus incesantes limitaciones.

Pero incluso para reseñar aún más que el arbitraje no es un artificio vanguardista de sociólogos y/o juristas ávidos de líneas de acción, destaco otros dos momentos paradigmáticos del Iter normativo del Arbitraje: el Pacto de Estado para la reforma de la Justicia suscrito el 28 de Mayo de 2.001 que es la antesala de la ley de 2.003 ya citada, y en la que se anunciaba una nueva Ley de Arbitraje que “facilite y abarate el recurso al arbitraje y dote de eficacia al laudo arbitral…”, insistiendo en su apartado 19 en que “…se potenciará la evitación de conflictos desarrollando e impulsando fórmulas eficaces de arbitraje, mediación y conciliación”. Y ello en respuesta a la Ley Modelo elaborada por la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional de 21 de Junio de 1985, que incide en la dimensión mundial y global de la institución.

En definitiva, constato que el Arbitraje y su desarrollo aplicado a los procesos de solución de conflictos, es un objetivo histórico y expreso, y no un arrebato fruto del “iluminismo político o social”. Y aunque no sea objeto principal de mi exposición hacer un análisis técnico de la institución arbitral, sí debo destacar características eminentemente clarificadoras de la naturaleza y pretensiones de la Ley que animan a , cuando menos, cuestionarse esta opción y no aquietarse resignadamente ante los avatares de la Administración de Justicia: impera el principio de territorialidad, el antiformalismo y la flexibilidad (se establecen diferentes sistemas para la validez y eficacia de las comunicaciones), se establecen los cómputos por días naturales, se limita la intervención jurisdiccional a funciones de apoyo y control del arbitraje con reglas de competencia específicas (nombramiento de árbitros, asistencia para la práctica de la prueba, ejecución forzosa del laudo firme, acción de anulación del laudo, exequátur de laudos extranjeros); se potencia la importancia del convenio arbitral admitiéndose incluso el convenio presunto en aras al principio de conservación o criterio más favorable a la validez del mismo; se introducen novedades significativas en la regulación de los árbitros y su procedimiento de designación, y abundando en ello se consigna la incompetencia declarada del Juez para llevar a cabo un control de la validez del convenio arbitral o una verificación de la arbitrabilidad de la controversia; se permite el convenio en soporte electrónico, óptico o de otro tipo para su ulterior consulta; la declinatoria no impedirá la iniciación o prosecución de las actuaciones arbitrales (este es un notable avance de la nueva ley de Arbitraje); se admite cualquier tipo de comunicación sin necesidad de fehaciencia; supresión de plazos preclusivos; principios de igualdad, audiencia y contradicción; los árbitros sólo podrán decidir en equidad si las partes lo autorizan expresamente; el procedimiento en sí se rige prioritariamente por la voluntad de las partes; impera el arbitraje de derecho; posibilidad de laudos parciales; plazo máximo de 6 meses… Con todo ello trato de acumular razones e impulso para interpelar a los agentes sociales y económicos, a los profesionales del Derecho, y a las instituciones en general, a que vuelvan la vista para analizar y promover responsablemente la aplicación decidida del arbitraje.

No obstante este ánimo, no es ajeno y también asume las sombras del arbitraje, y que pueden concretarse en la imposibilidad de ejecutar provisionalmente el laudo y en el sistema articulado para las medidas cautelares. En cuanto al primer aspecto existe nutrida doctrina y discusión teórica pero lo cierto es que el propio TS avala la imposibilidad de ejecutar provisionalmente el laudo arbitral (Sentencia de 4 de Octubre de 1997). También existe cierta controversia en cuanto al segundo apunte de oscuridad, pero el art. 722 de la LEC reconoce expresamente la posibilidad de adoptar medidas cautelares a través de la correspondiente petición al tribunal, esto es, se deja en manos de los jueces la determinación de las mismas pese a provenir de un procedimiento arbitral, contagiando a estas medidas de los mismos “virus” y “bacterias” que pululan indiscriminadamente por nuestros procedimientos judiciales. Y puestos a sugerir, en este punto ha faltado un ápice de valentía para conceder a los árbitros facultades en materia cautelar, lo que hubiera sido coherente con la intención de equiparar los efectos de la vía arbitral a los de la vía judicial, y que ya quedó patente en el tratamiento del laudo arbitral en relación a la sentencia judicial, sin que haya tenido continuidad en lo que a la ejecución provisional y las medidas cautelares se refieren. De ello se desprende un condicionamiento evitable de las ventajas del arbitraje, que si bien no lo hacen en absoluto desaconsejable, sí suavizan su aplastante eficacia.

Y ante todo ello, la estadística nos muestra la cruda realidad de que muy pocas empresas españolas (entorno al 10%) han utilizado alguna vez el arbitraje. Pese a poder calificarlo como un procedimiento ágil, como una alternativa eficaz y comprometida con alejarse de los defectos de los litigios judiciales; y pese al fracaso empírico de la aplicación práctica de la LEC en buena parte de sus predicamentos fundamentales; no cunde, ni se extiende el recurso al arbitraje. Las causas que me atrevo a apuntar tienen que ver con factores concluyentes que atañen al interés e inquietud de los propios profesionales del Derecho y de los Ilustres Colegios de Abogados, que no se comprometen decididamente con la difusión, promoción y formación tendente a implantar este método alternativo; tal vez en la errónea y mezquina creencia de que resta rentabilidad a nuestra apasionante profesión, o quizás auspiciada por un irrefrenable recelo a la novedad, a lo desconocido, o amparada en un acomodamiento endémico y preocupante. También me arriesgo en señalar a las instituciones en general y a aquellas con competencia para la aplicación del arbitraje, como coadyuvantes en el poco arraigo del sistema, en especial las Cámaras de Comercio, las asociaciones y colectivos empresariales (en el caso de estos últimos sólo me lo puedo explicar acogiéndome a alguna de las conductas mencionadas, y por falta de formación o información). Y tampoco me resisto a indicar que desde la propia Administración de Justicia, por su propia “salud”, debería recomendar o aconsejar este recurso dentro de sus facultades para conciliar, superando su tibio papel de “animador de acuerdos” que a veces esconden más una falta de especialización y conocimiento o un medio para aliviar los atascos, que una auténtica aspiración de conciliar. Y en consecuencia, apunto a la difusión, a la formación, a la información y a la implicación sectorizada y competente de los agentes sociales, económicos y políticos, como medios para activar el Arbitraje como sistema alternativo para la solución de conflictos. Y entre estos últimos solucionaría el conflicto de la propia Administración que convierte a los profesionales del Derecho en “costaleros” de la Justicia, más que colaborar con ella, cargamos sin remedio y en penitencia constante con su peso y sus “pesados”.

Ángel L. Gómez