Bien podría ser el título de una fábula pero en realidad es el motivo de muchos desvelos, de muchas teorías, de muchas estrategias y organizaciones jurídico – empresariales. Y ello porque el término eficacia conlleva un sinfín de connotaciones, de causas y de efectos, que al final se proyectan sobre la esencia misma del ejercicio profesional y sobre la propia rentabilidad de las estructuras. Eficacia, tiene que ver con tiempo, con respuesta, con calidad, con optimización, con gestión, con capacidad, con responsabilidad, con economía, con productividad… Pero puede llevar en términos absolutos a posiciones muy agresivas de valoración del rendimiento que despersonalicen y deshumanicen con grave riesgo la propia eficacia al buscar en exclusiva sólo alguno de sus valores intrínsecos y definidores.

La eficacia como criterio se extiende y afecta a cuestiones organizativas, informa y condiciona los procesos de selección de personal, los procesos de gestión, incluso estimula determinadas inversiones tendentes a controlar y fiscalizar el funcionamiento general de un colectivo. Todos estas cuestiones son ramificaciones interesantes del contenido de la eficacia, que merecen una mención sucinta antes de centrarnos, o mejor, a fin de llegar en mejores condiciones a las reflexiones sobre la eficacia en la gestión y atención de los clientes.

Así la eficacia debe ser una aspiración de toda organización empresarial y por tanto un elemento motor a la hora de inspirar decisiones. Si bien, se hace preciso un discernimiento concienzudo sobre la clase de eficacia que se busca y el precio que se está dispuesto a pagar por conseguirla. Y en este punto introduzco la distinción entre eficacia personalizada y específica, y eficacia deshumanizadora y objetiva. La primer implica siempre una ponderación y adaptación de la eficacia a los principios y prioridades fundamentales del ejercicio profesional; la segunda es la eficacia a toda costa y por encima de todo, es la eficacia “despóticamente rentable”. Y esta propuesta tipológica me lleva a invitar al cuestionamiento previo de qué clase de ejercicio profesional queremos desarrollar, y desde esta clave optaremos por una de las opciones de eficacia. Definitivamente la eficacia se nos presenta limitada y coartada por tres componentes básicos: tiempo, rentabilidad y satisfacción. De modo que nuestra propia base etiológica y nuestra propia teleología van a marcar las pautas de la clase de eficacia que nos interesa conseguir. Y es que la mejor respuesta en el menor tiempo no es siempre la más rentable; o la respuesta generadora de mayor satisfacción en el destinatario realizada en el tiempo oportuno no tiene porque ser la más rentable. Ordenar adecuadamente estas prioridades en clave del propio “ser” del servicio jurídico que se presta es la fórmula para construir una determinada línea de actuación; y el equilibrio entre estos elementos también va a significar una mayor o menor calidad y resaltar unas señas de identidad concretas. El absolutismo de la rentabilidad a cuenta de asfixiar el tiempo y envolver la satisfacción, genera firmas jurídicas económicamente atractivas pero socialmente, en términos de” purismo jurídico”, nos conduce a una espiral ciertamente arriesgada. A su vez poner el énfasis exclusivo en la satisfacción del destinatario implica la zozobra de todo lo demás, y puede llevarnos a un paroxismo organizativo de consecuencias irreversibles. Por tanto, tengo que insistir en el equilibrio de los parámetros para dotar a la estructura de estabilidad y salubridad decisoria.

Lo expuesto también afecta a la selección de los letrados y del personal en general que va a formar parte de nuestra propuesta de servicios. Según los contenidos y la configuración que le demos a la eficacia como piedra angular del funcionamiento de nuestra empresa, así será el perfil de los candidatos a examinar y de las personalidades a incorporar. Y más allá, esa concepción de la eficacia determinará el organigrama de nuestro despacho en congruencia con nuestra pretensión. También siguiendo con lo mencionado, la consideración de esa eficacia puede impulsar inversiones concretas y desechar otras (programas de gestión con control de tiempos o no, bases de datos, programas de facturación…), ; y hasta condicionar la ubicación de los puestos y la distribución del personal, y las directrices económicas…

Pero lógicamente, la eficacia en abstracto se convierte en parte importante de una reflexión previa y necesaria sobre la filosofía de la organización, y es su relación con la gestión de los clientes la que nos sitúa en la experiencia, en la propia realidad empírica de la eficacia en la cotidianeidad de nuestro quehacer jurídico. Siguen sirviendo los parámetros de tiempo, rentabilidad y satisfacción, pero puestos enfrente o al lado de cada cliente, y esto nos permitirá diagnosticar los vicios y las virtudes de cada organización y de cada profesional. El equilibrio sigue siendo el ideal a lograr, pero en el camino no valdrán reglas generales y sí una revisión responsable e incesante para que el peso de cualquiera de los tres elementos arrastre o aplaste a los demás, y con ello ampute o fagocite las verdaderas intenciones del prestador de servicios. Habrá que tener cuidado con el tiempo que se dedica a un expediente o a un cliente, que vendrá acotado por la propia idiosincrasia del cliente y su propio potencial, y añado otra matización, y es que esa acotación del tiempo mirando la rentabilidad debe considerar también el corto, el medio y el largo plazo, pues un tiempo poco rentable de inicio puede convertirse en un importante resultado a medio o largo plazo (“sembrar para recoger). La rentabilidad acota el tiempo pero también la satisfacción del cliente pone límites a la rentabilidad, porque un tema muy rentable sin la total satisfacción del cliente, se acaba convirtiendo en un activo derrochado y mal gestionado.

Y desde lo anterior, alarmo sobre dos vicios adquiridos y muy arraigados en la práctica profesional: el “tiempo eterno” o el sin tiempo para el cliente, esto es, muchas reuniones innecesarias o encuentros interminables con el cliente sin conclusiones concretas, entonces debemos recurrir a la “guadaña” de la rentabilidad para reconducir la gestión (hay que saber cerrar reuniones… y clientes. Aprendamos de los bancos y los bancarios); y en otro extremo, la rentabilidad por encima de todas las cosas, que espanta el resto de valores, atenaza las capacidades y merma el desempeño, poniendo en jaque la satisfacción. Y dejando para el final este último parámetro, destaco que la satisfacción perfecta significa la coincidencia entre lo deseado por el cliente y por el profesional, porque si la satisfacción sólo alcanza al cliente por algún motivo, estaremos asistiendo a otro ejemplo de mala gestión a revisar.

Definitivamente el cliente como activo se revaloriza y se fideliza a base de eficacia, pero la eficacia por sí misma no nos debe apartar, ni debe diluir, nuestra esencia, valores, y formas de entender y desarrollar el ejercicio profesional. Es por ello que convoco al análisis detenido de la concepción de la eficacia y de aquellos componentes con que la alimentamos o vestimos, para evaluar nuestra trayectoria como estructuras o profesionales del derecho.