En la cultura empresarial española se cuida generalmente poco la marca de aquello que se hace o se “es”, con todas las implicaciones técnicas, comerciales, mercantiles y emocionales que implica la marca como tal. Y si en nuestro contexto empresarial la marca seguramente no tiene el protagonismo que debería, en el ámbito de los servicios jurídicos, del ejercicio de la abogacía, es poco menos que un concepto desconocido, algo ajeno, y por supuesto “rara avis”… Y sin embargo, analizando con cierto detenimiento su sentido y significación, sus contenidos y connotaciones, podemos llegar a concluir que la marca en el sector de los servicios jurídicos se ofrece como un elemento diferenciador, como la esencia del profesional, su identidad, su “nombre artístico” que es tanto como el pseudónimo con el que se mueve jurídicamente y por el que quiere ser representado. Definitivamente, optar responsablemente por configurar una marca es el proceso para aquilatar el mercado, tanto en la oferta como en la demanda, y para desencadenar un fenómeno de selección natural que separe y distinga lo que cada cual entiende por ejercicio del derecho.

Y la importancia que destacaría a la marca como figura singularizadora, no se refiere ahora a su proceso de registro y propiedad, que es consecuencia directa de una convicción previa basada en dar importancia a ser conocido por un conjunto de prestaciones uniformes en su presentación, por unos contenidos concretos, por un fondo y una forma pretendidamente exclusivos… esto es, la marca como “portón” interpelante y atractivo para el consumidor-transeúnte…  Lo que más importa de la marca es su definición como arquetipo identificativo de un conjunto de valores, de una filosofía, de unas condiciones y características específicas, que nos va a representar y presentar en el mercado en el que actuamos y en el que aspiramos a expandirnos, implantarnos o en el que tratamos de fidelizar a nuestros clientes.

Desde estos parámetros la marca requiere un proceso de interiorización y discernimiento responsable sobre la forma personalísima de enfocar el ejercicio profesional, también sobre aquello por lo que queremos que se nos conozca y diferencie, y por supuesto sobre la verdadera sustancia de nuestro “hacer” y de nuestro “ser” como profesionales del derecho. Esta reflexión previa servirá para visualizar nuestro envoltorio, para elaborar nuestra seña de identidad, es más, será muy útil para evaluar en qué punto del camino profesional nos encontramos, si somos lo que queremos o lo que podemos, y sobre todo llegar a descubrir cuántas preguntas nos hemos dejado de hacer o tenemos por contestar en relación a lo que entendemos por desarrollar la profesión de abogados… Y es que es común en nuestra profesión encontrarnos ejerciendo, con una placa en la puerta de un despacho después de haber pagado una colegiación extraordinariamente cara, y atendiendo clientes o afrontando casos… todo casi sin darnos cuenta, arrastrados por una corriente invisible que te coloca una toga en cuanto te ve parado o en cuento no dices directamente que no… es una inercia que actúa con un efecto de centrifugación que nos absorbe a casi todos de la misma manera, con el mismo formato, y nos empieza a dar vueltas de un modo paulatino, constante, produciendo unos síntomas hipnóticos y anestesiantes, que atenúan los ecos de nuestra voluntad para embarcarnos en un camino de supervivencia profesional consistente en aprender sobre la marcha, a base de errores, de golpes, que se intentan silenciar o disminuir en sus consecuencias…

Pues precisamente para evitar convertirnos en “borregos entogados” me atrevo a proponer la reflexión sobre la marca de nuestros servicios, aquello que debe ser nuestro santo y seña ante el cliente, y que con su gestión nos debe llevar a un posicionamiento comercial concreto y específico. Porque ¿Cuántos abogados generalistas hacen trabajo de especialistas, y cuantos especialistas acaban haciéndose generalistas?, ¿cuántos juristas queriendo ejercer de una manera acaban ejerciendo de forma opuesta a su intención inicial?, ¿sólo hay un tipo de ejercicio?, ¿qué clientes son los que quiero para mi despacho?, ¿cómo me presento y como llego a ese perfil de clientes que deseo?, ¿con qué abogado o abogados colaboro, con quién me conviene asociarme o a quién debo contratar?… Son todas preguntas que se responden y esclarecen desde la definición de una marca propia.

La marca en la medida en que se conforma dotada de unos valores, principios, protocolos, estilo, idiosincrasia, personalidad, prestaciones, de unas prioridades… consigue tener multitud de efectos intrínsecos y extrínsecos, a la vez que se va matizando y construyendo con aportaciones endógenas y exógenas. Así hacia el interior facilita la tarea de identificar y seleccionar a los compañeros de camino, aquellos que también deben asimilar y sentir como propio el contenido emocional, ético y etiológico que conlleva la marca y que impregnará el resto de sus componentes, y también permitirá ese discernimiento previo, esa maduración razonable que requiere a priori un ejercicio total, comprometido y de calidad, tanto en términos profesionales como humanos. Pero resulta que hacia el exterior, hacia los objetivos, su efecto puede ser definitivo, a la hora de identificarnos como una propuesta concreta, para destacar nuestra diferenciación, para definir el segmento o sector al que orientamos nuestro hacer, para presentarnos y ser conocidos de un modo peculiar, único, como base fundamental desde la que articular una estrategia empresarial y un plan de marketing suficientemente reveladores y eficaces…

Finalmente, me permito recurrir a un chascarrillo al que recurro con cierta frecuencia: los abogados somos como los chinos (con todos mis respetos y sin pretender ofender), es decir, a simple vista (para los occidentales) todos iguales o muy similares; pero en cuanto se nos conoce, se nos trata, se nos identifica… enseguida se perciben notables diferencias en las formas, en los modos, en los conocimientos, en la comunicación, en la preparación… Pues la marca deviene esencial para esta necesidad de identificación y diferenciación hasta el punto que perder o tergiversar la marca debería ser tanto como sacrificar o perder la vida… profesional, porque nos lleva a ahogarnos en el mar de placas, togas, libros, nombres y códigos que ocultan y asfixian por momentos un “ser” y un “hacer” singulares que personalizan la profesión de modo identificable y perceptible para el cliente.