En el ámbito de los servicios profesionales de un modo especial, aunque yo diría que, en general, en la actividad económica reconocida y reconocible,  ante la necesaria, temida y discutida cuestión de cuánto cobrar o de cuánto vale lo que haces o hace aquel a quien contratas, es más factible y sencillo entender y evaluar el trabajo que llegar a discernir la responsabilidad que conlleva y asume el que lo realiza. Esto es, desde criterios estrictamente materiales y muy superficiales nos aventuramos a ponderar el trabajo ajeno, pero sin la profundidad necesaria obviamos el compromiso y las consecuencias que se asumen con ese desempeño directo, ya sea en modo de decisión, resultado o ejecución.

Así pues, mientras somos capaces de arriesgarnos con la cuantificación, tarificación y calificación del trabajo, y aplicamos hasta criterios propios a la aplicación ajena; habitualmente se nos escapa esa carga de profundidad en forma de responsabilidad, que es un intangible tan apreciado que sin su  soporte garantizado, el trabajo en sí pierde gran parte de su valor.

No tenemos reparo en desmerecer una firma, un escrito, o una respuesta más o menos concienzuda, porque la inercia nos lleva a fijarnos únicamente en eso, en la tinta de la firma, en la letra del escrito, o en la sonoridad de esas palabras; cuando lo que realmente llena de valor aquello que hacemos o recibimos, es la responsabilidad; en forma de compromiso y capacidad de atender consecuencias; que impulsa y alimenta el trabajo y la ejecución en sí…

La profesionalidad bebe de ambas fuentes: trabajo y responsabilidad, pues no hay buen trabajo sin responsabilidad y no hay responsabilidad sin la base de un buen trabajo; en cambio es mucho más débil la cultura de la responsabilidad en nuestra sociedad, porque el materialismo hace que ignoremos lo que no se ve o se toca en el instante, y que es lo que más importa en el futuro, lo que más permanece.

Aventurarse a valorar el trabajo de otros es una osadía, pero no considerar suficientemente la responsabilidad es una temeridad. Es apreciar al barco navegando y alejarse en el horizonte, sin estimar ni a los marineros ni a la embarcación y su fortaleza. En este mundo de la imagen lo que se ve no necesariamente es lo que más vale.