El escenario normativo que genera la Ley de Emprendedores y la modificación que conlleva la la Ley Concursal ofrece, como suele ocurrir, luces y sombras, ventajas y dudas, y algunos puntos de incertidumbre que deberá ir aclarando su propio desarrollo y aplicación. No obstante, y en todo caso, deben contemplarse como una oportunidad y un impulso más al nuevo paradigma y concepción de situaciones conflictivas y gestión de controversias. Esto es, su debilidad o fortaleza sólo puede ponderarse con cierto rigor si se asume y contextualiza su sentido vinculándolo a un enfoque jurídico y de resolución de conflictos donde se prima la agilidad, la practicidad, y donde se prioriza el canal o vía extrajudicial y alternativo. Así, desde esa mentalización de concebir la mediación como una herramienta eficaz y no residual, y superar o madurar nuestra visión litigiosa de las discrepancias, podremos construir y testar verdaderamente el proceso que se propone y llegar a mejorarlo o ampliarlo.

Sin embargo, esa vertiente de oportunidad ni su condición de variante a aplicar, nos apartan de la responsabilidad de destacar esas opacidades o ámbitos de inquietud que suscita la norma y sus derivadas. De modo que siempre desde el prisma de apostar por la eficacia y valor del instrumento, se detectan inicialmente varias hendiduras en su solidez esgrimidas en gran parte por la crítica: las limitaciones al deudor en cuanto a su maniobrabilidad financiera y disponibilidad y disposición para gestionar sus necesidades crediticias (tarjetas de crédito) o de uso de medios de pago electrónicos; que esta vía no limita, suspende o condiciona las garantías personales otorgadas a acreedores; las propias limitaciones temporales del posible acuerdo; los porcentajes de apoyo necesario para aprobarlo; que la deuda pública deba negociarse aparte en cuanto posibles aplazamientos y que no afecte a los créditos privilegiados… Son los principales y más comunes reproches expuestos en un primer análisis. A esto añadiría que no se garantiza con la contundencia deseable un menor coste cierto del proceso al relacionar y vincular de un modo muy estrecho la figura del mediador concursal con la del propio Administrador concursal, hasta con la pertinente remisión a la propia Ley concursal. Es precisamente esta íntima relación entre estas dos figuras el punto oscuro más significativo y que salpica el propio potencial del planteamiento; y ello porque deberían ser distintas pues sus fines y responsabilidades también lo son, porque sus momentos de intervención también se diferencian claramente y porque las competencias de uno (Administrador Concursal) puede acabar contaminando las virtualidades del otro (generar y propiciar un acuerdo). Tampoco resulta claro, y habrá que remitirlo al desenvolvimiento práctico de la norma, la parte del engranaje que compete a registradores mercantiles y a notarios, es decir, que hay que exigir transparencia, objetividad, rotación y publicidad en las designaciones correspondientes para que el proceso no se vicie de origen y sostenga su credibilidad, cualidad esencial para su proyección.

Mención aparte merece lo relativo al “estatuto” de este mediador concursal, y ello por la mezcla de requisitos de los administradores concursales con los establecidos para los mediadores al amparo de la Ley de Mediación Civil y Mercantil y de su Proyecto de Reglamento de desarrollo. Y traigo a colación, para insistir en ella, la mixtura o sucesión de las dos figuras cuando la mayor sanidad de cualquiera de los dos procesos se hubiera preservado con la independencia y autonomía de ambas, e incluso con la incompatibilidad. Y ello siempre desde una perspectiva apriorística en lo que a Mediación concursal se refiere, pero con una intensa experiencia de concursos de acreedores y del papel de los administradores en ellos. Se puede pervertir el valor pretendido de la figura del mediador concursal al presentarlo como potencial administrador e incluso impulsor del concurso si no hay acuerdo, y se resta al proceso de la oportunidad de un filtro más y de una garantía ajena a la tramitación estricta del concurso, de suerte que podemos asistir de facto a un nuevo modo de pre-concurso si la motivación y el desempeño de la mediación no se hacen con la convicción y rigor necesarios.

Mas con todo ello cabe reiterar que ante todo estamos ante una nueva oportunidad de gestionar situaciones graves de insolvencia con la introducción de una herramienta que ha de contemplarse en toda sus posibilidades y aplicaciones. Es también ocasión, al ser un planteamiento en ciernes, de ver el “vaso medio lleno” en cuanto a las facultades que se atribuyen al mediador, a lo que se apunta de su identidad, cualificación y especialización; lo vinculante de su capacidad de convocatoria y propuesta; los márgenes temporales y cuantitativos de negociación 3 años y 25% de quita), aun limitados, al ponerlos en relación con la agilidad del proceso (no más de 2 meses) aportan ventajas definitivas respecto de la figura que podríamos entender análoga de la propuesta anticipada de convenio, que si bien permite más demora y más quita, también viene acompañada de incertidumbres de tiempo y cumplimiento, así como de más gastos y costes del propio concurso. Asistimos a un nuevo canal de solución, y por ello hemos de esgrimirlo como tal, pues poco se pierde y mucho se puede llegar a ganar con él.

Sus debilidades en cuanto a operativa y funcionalidad de gestión empresarial son asumibles en el reducido tiempo donde han de aplicarse, y es aceptable que se ponga coto a la posibilidad de endeudamiento mayor para el deudor; en proporción y relación con la suspensión de los procedimientos y reclamaciones dirigidas contra él. Por otra parte, y excediendo del ámbito estrictamente jurídico, al generar un contexto de negociación con un interlocutor y coordinador cualificado y con formación específica, se provoca una “invitación” notoria y estimulante a la par que favorable para negociar con acreedores privilegiados y aplazar y gestionar deuda pública, que no estando vinculada sí apreciará la opción como más interesante, si conlleva la supervivencia de la actividad empresarial, que adentrarse en un largo y complejo concurso. Y a mayor abundamiento de lo ya argumentado esa formación específica del mediador concursal se torna elemento esencial y donde debe primarse no tanto la parcela técnico jurídica o económica, sino las habilidades mediadoras, huyendo de la “tentación” de pensar que los administradores hacían hasta ahora alguna especie de pseudo-mediación dentro del concurso, porque la institución de la mediación como tal tiene identidad y naturaleza definida y singular que no puede entremezclarse o intoxicarse por conceptos linderos.

Definitivamente la piedra angular y claves esenciales para el funcionamiento de la mediación concursal pasa por una mentalización y nueva cultura en cuanto a la gestión de conflictos y la apuesta cierta a nivel socio-económico y  por las instituciones garantes por este canal alternativo, con la consiguiente maduración que implica asumir participación y protagonismo en la solución por las partes en una vía no judicial. Y en modo más concreto y tangible resulta imprescindible que los Registros Mercantiles y las Notarías se apliquen con máximo rigor, con la necesaria transparencia y objetividad reconocible, en las tareas encomendadas, velando, más allá de su labor gestora y hasta prescriptora, por administrar listados y registros de mediadores concursales donde sea acreditable y pública su formación idónea o adecuada que deberá actualizarse, los criterios de designación y un mínimo seguimiento del desempeño en su misión. Que la concesión a estas relevantes instituciones no sea un embudo sino un elemento cualitativo que aporte valor en el camino de la excelencia que debe imperar en la operativa de la mediación. De la credibilidad de esta funcionalidad dependerá al final la mayor o menor implantación de lo pretendido. Y todo ello sin perder de vista, que se trata de una figura muy flexible y adaptable cuyo mayor recorrido no necesariamente se producirá en épocas de convulsión o crisis económicas, sino que puede tener mucho sentido en etapas más sostenidas y estables de nuestra economía, siempre puesto en relación con una ineludible evolución de la cultura del conflicto, que sitúe la mediación y el acuerdo entre las partes como vehículo constructivo y efectivo de la actividad empresaria.