Convivimos con multitud de quehaceres, necesidades reales e inventadas, propias e impuestas, buscadas y que nos encuentran, que se atropellan y nos atropellan. Hay que programar hasta el ocio, y las naderías son un lujo. Estamos llenos de obligaciones y buscamos excusas para las devociones y aficiones. El día a día parece configurarse como una sucesión de “tener que…”, “hay que …”, “debo hacer…”, “puedo y no puedo”; o peor, “quiero y no puedo” o “me gustaría si pudiera..”. Sin embargo, esta tensión vital tiene más que ver con la percepción y la sensación que con la realidad, o se aproxima más a una mala gestión de una realidad menos alienante. Sentirse muy ocupado no es lo mismo que estar verdaderamente ocupado, y exponer o comunicar un estado de ocupación e indisponibilidad permanente exige cierto criterio y justificación para no decaer en la credibilidad del hecho y su causante. Esto es, uno se puede sentir muy atareado siempre y entonces debe hacérselo mirar, puede estar siempre muy ocupado e igualmente deberá revisarlo y es recomendable cambiarlo y organizarse de otro modo; pero proyectar a terceros ese incesante estado de ocupación irreversible e imperecedera puede terminar por ofender al prójimo y desacreditar al “agobiado”.

En una sociedad competitiva y en un mundo de competencias, la multitarea, la productividad y la pluriactividad, así como la constante exigencia profesional, nos empujan a una espiral de difícil asimilación y donde nos enfrentamos a crueles discernimientos entre lo importante y lo urgente, que suelen llevarnos a confundirlos y considerar que todo es urgente e importante a la vez. Pues bien, lo único urgente e importante al mismo tiempo es vivir, la vida en sí misma, y en la medida en que sintamos que no vivimos la vida que queremos las urgencias estarán ganando la batalla a aquello que importa de verdad. El equilibrio es el mayor desafío, el término medio es un reto extremo, pero sólo aspirando a él estaremos cerca de ponderar y diferenciar lo que merece la pena, de lo que nos hace merecer pena. Las alternativas drásticas se sitúan entre llevar o estar cerca de la vida que queremos, o dejar que la vida nos lleve donde sea con momentos puntuales que queremos y por los que pasamos por inercia y necesidad de sobrevivir a nosotros mismos. Muchos nos sentimos muy ocupados, y tendemos a aplazar nuestros compromisos con nuestros propios propósitos y deseos para unas circunstancias mejores que no terminan de llegar, porque dependen de nosotros y no lo asumimos. No es raro terminar el día o darlo por terminado y agendar (de pensamiento o acción)para el día siguiente u otro día posterior aquello que habíamos previsto como intención y “capricho” del día.

Y si efectivamente la sensación generalizada es que el tiempo se escabulle como la arena entre las manos, y que no abarcamos a hacer lo que pretendemos; o lo que pretendemos nos abarca de tal modo que a duras penas nos permite lo que deseamos; resultan hirientes y sofocantes esos perfiles que siempre, sin excepción, por sistema, a cualquier pregunta, requerimiento, petición o invitación, responden con un “estoy muy ocupado”, “estoy hasta arriba”, “no llego”… o cualquier versión en cualquier idioma y tono del “ocupadísimo”. No me refiero al que se siente o está así un día determinado, una época (razonablemente breve), un momento, o por unas circunstancias identificables y comprensibles; sino a esos que están ininterrumpidamente e indefinidamente “ocupadísimos” o se sienten así y/o te lo dicen cada vez que les das ocasión. Son como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas: cuando los ves o hablas con ellos por cualquier motivo siempre expresan esa situación.

Y claro ante esto, al principio te lo crees y le compadeces, las siguientes veces hasta te sorprendes y le envidias, y a partir de ahí tienes dos opciones o te lo tomas con cierto cinismo o te llenas de acritud, lo que te genera una acidez prescindible. El caso es que con el máximo respeto a las percepciones y sensaciones, si uno está tan ocupado como para sentirse siempre ocupado es que gestiona mal su tiempo, organiza mal su vida y está llamado a cuestionarse qué y cómo mejorar, porque aquello que espera que suceda para cambiar esa dinámica depende estrictamente de él, de sus renuncias, de sus decisiones y prioridades, y nada sucederá si él no hace que suceda, porque si sucede sin su protagonismo muy malo puede ser. Igualmente, si uno expresa esa situación de agobio o apuro estable, real o ficticia, y es parte de su “presentación” tiene que ser consciente que el número de veces que lo diga es inversamente proporcional a la confianza y credibilidad que provoca. Y si esa ocupación infinita o puntual se utiliza como excusa, argumento o justificación ante un semejante, el descrédito comienza a tornarse en desconsideración y mala educación.

No es nada fácil adueñarse del tiempo que nos toca vivir, pero tampoco deberíamos ser presa fácil para que el tiempo se apropiara de nosotros y nuestros anhelos, hasta el punto de diluirlos y confundirlos con nuestras obligaciones y ocupaciones.Y desde luego sugerir ciertas dosis de empatía y sensibilidad pese a ser un discurso socorrido, porque estar siempre ocupado o de vacaciones, suena como estar siempre en el agua y buceando…imposible. Además, al que se le conoce o presume ocupado, no precisa de demostraciones y exhibiciones; por lo que la reiteración de la excusa apunta a mediocridad congénita. Y lejos de ser una desfachatez, tener tiempo para lo importante, para lo que deseamos y otros necesitan o nos piden; implica una demostración de capacidad y empeño por encontrar el tiempo perdido, por regalar nuestro tiempo. Y es que, a veces, la mejor forma de encontrar ese tiempo perdido pasa por perder el tiempo, que es algo muy nuestro. Prefiero disimular la ocupación con una sonrisa que perder sonrisas por estar ocupado, de verdad o de mentira, porque es falso estar ciertamente ocupado siempre, cuando el tiempo no puede dejar de ser nuestro, salvo que nos lo hayan hurtado y lo hayamos maltratado y despilfarrado sin juicio.